Mi madre solo hace gazpacho verde de poleo y mi suegra solo hace gazpacho rojo de tomate. Mi suegra transige más o menos con el de poleo, pero mi madre es tajante: se niega a probar el gazpacho de tomate. Y servidor se aprovecha de la coyuntura: alabo las sopas frías de una y de otra y me pego unos reconfortantes veranos gazpacheros.
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Los extremeños entendemos de gazpacho, de chanfaina, de jamón, de cerezas, de tortas y quesos, de aceite de oliva... De marisco no entendemos y eso se nota en que somos capaces de destrozar un buey o un centolla mezclando su carne en el caparazón con salsas extrañas, algo que nunca haría un gallego de la costa, aunque allí te avinagran el gazpacho en cuanto se descuidan. En fin, cada región tiene sus recetas tradicionales y a Extremadura, en verano, hay que venir a probar gazpacho, ya sea el de mi suegra, ya sea el de mi madre.
Lo del gazpacho con poleo es para nota. En restaurantes, solo lo he probado en el de Juanma Zamorano, que me sirvió de aperitivo una deliciosa sopa fría al estilo de mi madre, que coge poleo en primavera de las orillas de las charcas y los arroyos y lo congela para hacer gazpacho todo el año. Ya no lo hay fresco, pero en la calle, los vendedores ambulantes venden poleo seco. No es lo mismo, pero da un toque.
Hace medio siglo, Josep Pla escribía que se estaba introduciendo poco a poco en los restaurantes de Barcelona siempre que el cocinero fuera andaluz. Pero todo ha ido muy deprisa y hoy, el gazpacho es un plato internacional.
Según el diccionario de Corominas, la palabra gazpacho se deduce del derivado de caspa: caspicias (restos, sobras sin valor). El ilustre filólogo asegura en su 'Diccionario etimológico y crítico' que se trata de un género de sopa que es comida de segadores y de gente rústica, cosa ordinaria, sopa de residuos hecha con elementos aprovechables.
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Sin embargo, el gazpacho es hoy un plato burgués que ha conquistado paladares refinados y llegado a mesas encopetadas. Lo de gente rústica de Joan Corominas no tiene ya sentido.
Para mí, el colmo de la sofisticación culinaria es elaborar un plato tan delicioso como el gazpacho verde simplemente con poleo, agua, un poco de pan, aceite de oliva, ajo, vinagre y un pimiento verde. Enamorar paladares con esta receta tan sencilla es un milagro muy extremeño. Si se hace con tomate, también es un compañero ideal para estos días de estío, pero el tomate es más socorrido, lo realmente difícil es llegar al éxtasis a través de una mata de poleo.
El gazpacho extremeño lleva, además, tropezones de pepino y de pan, aceite de oliva, lasquitas de jamón ibérico y, desde luego, huevo cocido: mi madre lo hace con la yema del huevo cocido triturada y la clara partida en pedacitos. También se le puede añadir guarnición de cebolla y hay quien bate la cebolla con el resto del preparado.
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En ese punto, nuestros gazpachos se afrancesan pues en el país vecino, recogieron durante el siglo XX el gazpacho como receta tradicional de la península ibérica, pero poniendo cebolla en lugar de ajo, que, según Pla, es una anécdota muy limitada en la cocina europea, donde el ajo ni se ha considerado ni se ha aceptado. «Si se utiliza sin discreción, a lo loco, todo lo que acompaña al ajo pierde su gusto propio y primigenio». Pla creía que el ajo destrozaba todos los sabores de la cocina usado en exceso y lo comparaba de manera curiosa: «El ajo es el Gengis Kan de la cocina peninsular».
Para conseguir el gazpacho perfecto, el catalán Pla recomendaba no pasarse con el vinagre, no pasarse con el ajo y no pasarse con la nevera. «El frío gélido es arrasador», escribe en 'Lo que hemos comido'. Además, mi madre señala al poleo como la clave del gazpacho perfecto y mi suegra prefiere el tomate. Yo hago caso a los tres: un día verde, otro día rojo y siempre con poco ajo, con poco frío y con poco vinagre.
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