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Mi pastelera me riñe

Mi pastelera me riñe

Los piononos, las bambas y las tejas son para todo el año

Jueves, 9 de noviembre 2017, 19:53

Mi pastelera me riñe porque no voy a por pasteles. Es una riña cariñosa, naturalmente, pero riña en toda regla. Ella razona que no entiende por qué dejo de comprar dulces cuando hace calor y los dejo para el otoño de verdad y para el invierno crudo. Yo le respondo que la culpa es de Trump y de todos los que se ríen del cambio climático y creen que es una obsesión de ecologistas pesados. A ellos hay que reñirles y no a mí, que funciono como casi todo el mundo y solo voy a por pasteles cuando la calva pide gorro de lana y las tardes de domingo invitan a meterse en casa con una taza de cacao caliente y unos bollos suizos recientes (muy ricos los de mi pastelera regañona: tres euros la media docena).

Ahora, los otoños son una mentira o son mitad y mitad: hasta entrado noviembre, el otoño es verano, lleva así unos añitos, y a partir de noviembre, ya es invierno, provocando que aquí no exista el entretiempo y otras catástrofes domésticas que convierten en inservibles las cazadoras ligeras, los chubasqueros finos y las rebequitas. Aquí sí que no valen las equidistancias: o anorak recio o camiseta de manga corta.

En Extremadura, la otoñada marcaba la economía regional. Dependiendo de las lluvias de octubre, el año ganadero venía bueno o malo y el consumo funcionaba al compás de las lluvias. Así, se sabía que si diluviaba en octubre había que traer más ropa a las tiendas, más calzado a las zapaterías y hacer acopio de ultramarinos en cantidad en los colmados porque el año vendría gastoso.

Pero ya no llueve en octubre y los consumidores no compran abrigos ni gabardinas, pasan de las botas de gore-tex y de los forros polares y, como el frío llega casi en diciembre, esperan a las rebajas de enero o al Black Friday ese de los descuentos endemoniados. Pero nada de aquellos sábados de octubre en los que las familias pasaban la mañana en Pintores, Menacho, Sol, Cruces o Santa Eulalia equipándose para el otoño frío, que ya estaba ahí.

Ahora, en octubre, los días de fiesta por la tarde, las terrazas están llenas, los parques rebosan de parejas y familias y las churrerías y las pastelerías sufren esperando la llegada del frío. Es que comer buñuelos y huesos de santo a 30 grados resulta raro, extemporáneo, casi como si tomáramos roscón de Reyes en camiseta de tirantas y calzonas. Pero este «finde», por fin, llegó el frío y en la pastelería había cola y riñas para todos por acomodarnos tanto al estereotipo y creer que si el cuerpo nos pide un tinto de verano, no puede pedir también un romano, una bamba, una rosca de Málaga, unas tejas de Ansorena, unos bollos de La Cubana o unos piononos de La Chimenea.

Vamos por partes. La especialidad de mi pastelera, o mejor, de su jefe, son los romanos, unos pasteles de nata con yema tostada por encima que se inventó un pastelero de Mérida que trabajó unos días en el horno. El emeritense se fue, pero su pastel se quedó y fue bautizado en su honor como romano.

Las bambas son esos pasteles fritos rellenos de crema que en el resto de España suelen llamarse bombas, pero en Cáceres, ciudad que debe a la paz y al pacto que su parte antigua esté casi intacta, pues eso, que lo de bomba aquí suena raro y mejor, bamba. La rosca de Málaga solo existe en Cáceres. En el resto del mundo se llama de otra manera y en Málaga preguntas por ella y ponen la misma cara que si pides una napolitana en Nápoles: de extrañeza. En Badajoz, las tejas de Ansorena son uno de los dulces más delicados que he tomado nunca y los bollos de La Cubana con un café con leche son el mejor antídoto contra el tedio vespertino dominical. Aunque mi último descubrimiento pastelero extremeño son los piononos de La Chimenea en Olivenza: los tomas y te olvidas del frío y del calor, de si llueve o no llueve, de las estaciones descolocadas, de Trump, del cambio climático... Y acabas dando la razón a mi pastelera: los pasteles son para todo el año, no solo para el invierno.

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