Un amigo quiere saber qué me meto para sobrevivir a la Navidad. La respuesta es tan clásica como evidente: «Yo me meto sopicaldino». Dice mi hijo que el sopicaldino es el Red Bull de la Navidad y cada año, al acercarse Nochevieja, intenta convencer a mi suegra para que le haga dos ollas de sopicaldino, embotellarlo y venderlo en la madrugada de Nochevieja, a cinco euros la botellina de sopicaldino calentito y reconstituyente.
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Esta Navidad he comido lo mismo que ustedes: mucho jamón, mucho lomo, mucha torta, mucho foie y mucho salmón ahumado porque como eran los entrantes, los atacabas con ganas y comías sin parar. Después venían las bandejas de langostinos y entraban bien. A partir de ahí, llegaba el momento cuñadas, con una exhibición de volovanes, tartares, carpaccios y otras delicatessen Thermomix la mar de finas, pero que ya costaba acabar.
Y entonces, cuando estabas a punto de desertar de la mesa, tu estómago decía que hasta ahí había llegado y tu perjudicado entendimiento te pedía más agua y menos vino, aparecía mi suegra, cualquier suegra, todas las suegras de Extremadura, con su cazuela rebosante de sopicaldino, te echaba dos cucharones en el cuenco de la vajilla inglesa comprada en los primeros 70 en 'António e Carmelim', El Corte Inglés de Galegos, por la frontera de Valencia de Alcántara, te lo bebías de un sorbo si tenías mucho mono o lo tomabas a cucharadas si preferías un efecto lento y una asimilación progresiva y se acababan los problemas.
Meterse un chute de sopicaldino en las comidas y cenas de Navidad es la única manera de sobrevivir a las fiestas. Pero es mejor tener sopicaldino congelado para todo el año y beberlo en los momentos bajos. Cuando la depre y la abulia te piden cafeína en vena y tabletas de chocolate, hay que ser coherentes y recurrir a la droga dura de la abuela, que tendremos congelada y concentrada en cubitos en el congelador. Un par de cubitos de sopicaldino puro, lo echamos en el cazo, cortamos con agua y venga, el lingotazo y adiós a la astenia y a la tristeza.
Me hacen gracia tantas ofertas de cursos de comida sana para recuperarse, de meditaciones variadas para reconocerse, de ejercicios armónicos para encontrar la armonía. Quita 'pallá', un par de chupitos de sopicaldino y te sientes como si hubieras ido a la India una semana a conocerte a ti mismo. Con la ventaja del precio y de que en la India, en cuanto te descuidas y bebes de donde no debes, pillas una «diarrera», que decían mis alumnos.
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El sopicaldino entona el estómago, acaba con cualquier disfunción y lo cura todo. Además, proporciona una energía desbordante y es como la quina Santa Catalina, pero a lo bestia: da unas ganas de comer... y de vivir.
Así que nuestras suegras nos llenaron los cuencos 'british' de sopicaldino, lo bebimos, asentó el estómago y al instante nos recuperamos y fuimos capaces de atacar la pularda rellena de castañas, el solomillo Wellington y el otro momento cuñadas, cuando la mesa se llena de soperas rebosantes de mousses variadas: esta de chocolate con sal del Himalaya y papaya, aquella de plátano con jengibre y diente de león (¡joé, qué mala estaba!) y rematamos con la de lima limón y canela en rama. Que acabas de mousses hasta el gorro, pero a ver quién se atreve a levantarse de la mesa en los momentos cuñadas.
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Con lo que no puede el sopicaldino es con los turrones. No hay manera de comérselos. Ni en mi casa, ni en la suya ni en la de nadie. En España, la cuesta de enero lo es no solo por la pasta, sino también por lo que agobia ver la bandeja de turrones blando, duro, de yema, de cocochoco y de crema de piña y cava cada vez que entras en la alacena. Este año, compré los turrones para decorar: me fijé más en el envoltorio que en el contenido. Y eso sí, como cada año, hasta mayo, tendré que tomar tras el café porciones de turrón de Cocacola con curry. ¡Joé, prefiero la mousse!
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