El viernes pasado compré migas en una pastelería. No imaginaba que se pudiera comprar tal manjar ya elaborado y menos que estuvieran tan ricas. Supongo que en los supermercados las venden ya preparadas, congeladas y de mil maneras, pero así, recién salidas de la sartén, en cajitas de dos o cuatro raciones y listas para calentar y comer no las había visto nunca.
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Cuando entré en la pastelería que hay en El Túnel de Cáceres, en Antonio Hurtado, la calle donde nací, realmente iba a por un bizcocho de naranja, que los hacen muy ricos. Pero no hay nada más peligroso que un hombre comprando a las dos de la tarde y sin haber comido, así que hice honor al tópico y, además del bizcocho, me llevé unas roscas fritas y una caja de migas.
En principio, pedí la caja de migas de dos euros, pero luego le comenté a la dueña que igual tenía mala suerte, aparecía mi suegra cuando me las estuviera comiendo, tenía que invitarla y me quedaba a dos velas, así que compré la caja grande de cuatro euros e hice las cosas bien: invité oficialmente a mi madre política esa tarde a mi casa para disfrutar, en amor y compaña, de una merienda cena con café y migas.
Así que llegó la hora de la verdad e hice lo que me pareció: eché un chorrito de aceite de oliva manzanilla cacereña de 2018 de Pozuelo de Zarzón en una sartén grande, le di fuego unos minutos, eché las migas y las fui revolviendo con una cuchara de madera hasta que estuvieron calientes. Nos sentamos a la mesa, coloqué una fuente con las migas, que llevaban pimentón, pimiento rojo, tocino y ajo y oye, visto y no visto: en un momento, mi suegra acabó con la fuente con mi ayuda y la de mi mujer.
Le gustaron las migas y es una garantía porque mi suegra es experta en sopas de tomate, en migas y en roscas fritas, que no faltaron y que mi suegra comió con delectación para acabar sentenciando, con mucho misterio, que esas roscas eran como las de dos, cuarenta que hacían en su pueblo, Aldea del Cano.
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Nunca había escuchado tal nombre de rosca: ¿De dos, cuarenta? Parecía el nombre de un grupo indie de música más que un nombre de rosca. Pero mi suegra me aclaró la cuestión y, como casi siempre, me inspiró una historia. «Esas roscas se llamaban así porque con dos huevos, hacías 40», me desveló el secreto del nombre y volví a maravillarme ante la sabiduría popular para bautizar con finura y precisión.
Después hablamos de los tipos de migas. Las que me gustan son las de mi madre, ¿cuáles si no?, que solo llevan ajo y aceite, suaves, aunque estas de la pastelería no estaban nada fuertes. Las hay con chorizo y carne y se toman mucho con huevo frito. A mí me gusta cogerlas con la cuchara y mojarlas en el café. Nada más divertido que tomarlas así delante de unos turistas franceses, alemanes o ingleses, que observan asombrados cómo las comes y salen disparados hacia la barra para pedir lo mismo.
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De las migas de bar, recuerdo con especial entusiasmo las que me preparó Juan Gil en el bar El Abuelo de Almendralejo, el templo extremeño de los desayunos con sus 35 tostadas diferentes. Los Gil son una saga de hosteleros de Almendralejo. El bisabuelo Antonio tuvo desde 1920 una taberna en la zona de Casas Nuevas, por el antiguo campo de fútbol. El abuelo Joaquín abrió el bar El Abuelo en la plaza de la Hierba en 1968. El nieto, Juan, inauguró en 1971 el bar Los Nietos, de 30 metros cuadrados, frente al mercado de abastos, que reformó y amplió en 1985 y hoy regenta su hijo y bisnieto de Antonio, Joaquín Gil. Preparan unas migas deliciosas con ajo castaño de Aceuchal, que sabe mucho y repite poco, y luego, para enjuagar el paladar y digerir bien, un aguardiente Espino o uno casero macerado con pepino. Tengo que llevar a mi suegra, que también entiende de aguardientes.
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