Antonio J. Armero
Domingo, 27 de julio 2014, 00:26
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en contexto
En la última guía telefónica de la provincia de Cáceres, página 272, Oliva de Plasencia (273 vecinos) aparece con cuatro números: el Ayuntamiento, el centro de salud, el albergue para peregrinos de la Vía de la Plata y el de Urbano Ruiz, C. O sea, Carmen, la farmacéutica. Lo es desde hace doce años, cuando una caja de omeprazol probablemente, el protector estomacal más famoso del mercado valía cinco mil pesetas. Ahora cuesta 2,42 euros (403 pesetas), y se lo acaba de llevar una vecina a la que Carmen saluda, nada más pasar bajo la cruz verde y el letrero, llamándola por su nombre y preguntándole qué tal está hoy. Idéntica bienvenida le da a las otras tres mujeres que cruzan la puerta de su negocio un martes de verano entre las once y media y las doce de la mañana, la hora a la que suele empezar la consulta médica, o sea, el inicio de la hora punta en esta botica del norte de Extremadura, una región repleta de pueblos pequeños donde mayoritariamente ya no viven ni el maestro ni el cura ni el médico ni la enfermera. Queda el farmacéutico, elevado por la despoblación y el éxodo rural a la categoría de máxima autoridad local en materia sanitaria, a mano desde que amanece hasta que anochece.
La comunidad autónoma tiene 675 farmacias, y la gran mayoría están en pueblos. Cincuenta son farmacias VEC (Viabilidad Económica Comprometida), o sea, negocios en los que la facturación no los ingresos no llegan a 150.000 euros brutos anuales en medicamentos con recetas ó 200.000 sumándole el resto de artículos. Subsisten porque la Junta de Extremadura, una de las comunidades que antes desarrolló este sistema de subvenciones, les paga cada mes una ayuda que les permiten alcanzar unas ganancias de 850 euros al mes. Así se consigue que haya una botica en el 92 por ciento de los municipios de la región, que presenta una ratio de 1.636 habitantes por farmacia, la tercera más baja del país (es menor en Navarra y Castilla y León), según el último informe anual del Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos. Si se sacan de la estadística las ubicadas en las dos capitales de provincia, el índice no llega a los 1.500 vecinos por botica. Estos porcentajes avalan la buena cobertura, pero son un mal negocio para el farmacéutico.
381
farmacias hay en la provincia de Badajoz y 294 en la de Cáceres. La media es de 1,5 licenciados por establecimiento, la ratio más baja de España, donde la media es de 2,1 (en Navarra llegan a 3). El año pasado, no abrió ninguna y cerró una, y hubo ocho traspasos.
102
boticas suman entre las ciudades de Cáceres y Badajoz, de las 675 que hay en la región.
617
tienen un único titular. O sea, el 91 por ciento.
1.547
farmacéuticos colegiados hay en Extremadura. Solo 17 son extranjeros. El 65% son mujeres (en España son el 71%). La edad promedio es de 47,5 en Badajoz y 49,3 en Cáceres (la media nacional es de 47,2). 1.014 (el 65%) trabaja en farmacias, 271 de ellos (el 27%) como adjuntos.
74%
de los colegiados están en activo (el 80% a escala nacional), el 10% jubilado y el 16% restante, sin ejercicio o parados.
«Si siguen reduciéndonos los márgenes comerciales y sigue bajando la población, estamos abocados a que cada vez haya más VEC», vaticina Fermín Jaraíz, al que podría bautizarse como un farmacéutico orquesta. 39 años, hijo de hostelero, casado, padre de un crío y de otro que está en camino, nació en La Cumbre (al lado de Trujillo), hizo la carrera, se fue a Barcelona para cuatro meses y se quedó casi seis años trabajando primero en Bayer y luego en Grifols, ejerciendo cargos de responsabilidad cuando no había cumplido los treinta. Pero hace once años, cambió todo eso por la farmacia de Guijo de Granadilla (587 habitantes, a treinta kilómetros de Plasencia), donde dispensa medicamentos, hace informes de composición corporal, pone dietas, guía tratamientos para dejar de fumar y prepara pastilleros personalizados.
Esto último tiene un nombre técnico en el sector. Son los SPD (Sistema Personalizado de Dosificación), una tarea a la que Fermín Jaraíz, uno de los pioneros en el desarrollo de esta novedad, se dedica especialmente los jueves y viernes, días en los que la mayoría de los 18 vecinos a los que presta ese servicio a cambio de doce euros al mes lo normal es cobrar 18, pero con él sale más barato porque el ayuntamiento del pueblo paga el material, pasan a por sus pastilleros.
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«No quiere que me muera»
Uno de ellos es Rafael Alba, que entra en la farmacia con una bolsa de una franquicia de ropa juvenil femenina en la que, entre cajas y botes, hay once medicamentos diferentes. Unos los tiene que tomar a diario, otro solo los lunes y los viernes, algunos tres veces al día y otros solo al desayuno, de otro toma un cuarto de comprimido a la hora de la cena todos los días excepto los jueves y los domingos... «¿Yo? Complicación ninguna. Vengo aquí y este dice señalando al farmacéutico me lo hace todo. No quiere que me muera». Así se organiza él desde hace tres años y nueve meses, lo que significa que, urgencias aparte, ha pasado a ver Fermín unas 192 veces.
Su perfil no es nada extraordinario. Anciano, con patologías crónicas, polimedicado, vive con su mujer y tiene a la hija fuera. Tampoco es en absoluto extraño atender a vecinos que no saben leer ni escribir. Es el patrón más usual entre la clientela de las farmacias rurales extremeñas, que han vivido los últimos años entre continuas reformas legales y sucesivas bajadas del margen comercial. Un panorama preocupante que las sitúa ante un futuro envuelto en dudas.
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«Sinceramente, no se me ocurre un negocio peor pagado que el del farmacéutico rural, trabajamos muchísimo y no ganamos apenas nada, hay que cambiar la ley, necesitamos un cambio radical porque ahora mismo, somos como oenegés». La reflexión es de Inmaculada Cotrina, farmacéutica de Casillas de Coria (433 residentes), óptica, ortopédica y representante de Sefar (Sociedad Española de Farmacia Rural) en la provincia de Cáceres.
Ella compró la botica en el año 2010, y la declararon VEC en 2012. «La situación es muy mala asegura, hay meses en los que apenas sacamos para los gastos, pero seguimos prestando los mismos servicios, que van mucho más allá de la idea que tienen sobre los farmacéuticos la mayoría de quienes no viven en un pueblo». Esa cartera de tareas rutinarias «tiene un contenido muy importante de asistencia social a la población asegura Inmaculada, como por ejemplo prepararles la medicación, atenderles con toda la amabilidad del mundo y con gusto cuando te llaman por teléfono a casa los fines de semana para preguntarte si se tienen que tomar una pastilla, reorganizarles sus botiquines, llevarles los pañales a casa...».
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Eso, pañales, es lo que hay dentro de las siete cajas de cartón que Fermín Jaraíz tiene bien colocadas junto a la puerta de su despacho, dentr de la farmacia. En cada una de ellas, escrito a rotulado, figura el nombre de un vecino. «Cuando junto varias cajas, saco tiempo alguna tarde para hacer el reparto y llevarles los pañales a casa», relata el boticario, que en ese camino de la diversificación de servicios como tabla de salvación para su negocio, se graduó en Nutrición Humana y Dietética e hizo un máster en Industria Farmacéutica y otro en Deshabituación Tabáquica. «Trabajo demasiado, lo reconozco, hago demasiadas cosas, la verdad, pero es que me encanta mi trabajo», se justifica el boticario, que resume su apuesta con una reflexión a pie de calle. «Hay que buscarse la vida, no queda otra».
Con esa fórmula, que quizás anticipa el futuro de este tipo de establecimientos en Extremadura, ha conseguido que cada mañana, antes de que den las diez y abra, ya haya dos o tres vecinos esperando en la puerta de su botica, que es también la de su casa, como le pasa a casi todos sus colegas. Y si abre antes de lo normal, tampoco le faltan clientes. Entre las nueve y las diez de este día laborable, atiende a cinco, y con todos mantiene una charla tan breve como amigable. «Qué gracioso tu niño en esa foto, con las gallinas, esa es nueva, no la había visto», le comenta una vecina. «¿Cómo anda tu abuela?», le pregunta otra. «Póngale bien dice Cripín, un vecino que entra en la farmacia dejando el coche aparcado en la puerta, con el motor arrancado, es un buen farmacéutico, muy amable, atiende bien a los mayores, les prepara las pastillas, les explica las cosas, hasta le traen las analíticas...». Cinco minutos después, otro paisano aparca en la puerta, esta vez su moto, y sin quitarse las gafas de sol ni el casco, entra en la farmacia e intercambia con Fermín los boletos de lotería que juegan a medias. Se la recoge y va a Ahigal, donde sí hay administración, a echarla.
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Esas muestras de cercanía las ha visto desde que era una cría Lourdes Muñoz, al frente de la moderna farmacia de Ahillones (989 habitantes, al lado de Llerena), que antes atendió su madre. «Recuerdo que los domingos, mi madre ponía un papel de aviso en la puerta de la farmacia y nos íbamos a misa, y después íbamos a un bar a tomar algo, y no había domingo en el que no fuera un vecino al bar a preguntarle algo a mi madre». «La gente no sabe muy bien el esfuerzo que hacemos los farmacéuticos rurales», afirma Lourdes, que tiene asumido como algo normal que los vecinos le llamen por teléfono, fuera del horario de trabajo, para preguntarle por algún medicamento, algún dolor o por cualquier otra cosa que nada tiene que ver con su profesión. «Es que es algo que he visto siempre en mi casa, y pienso en mis vecinos, en mis abuelos, cómo voy a permitir que se tengan que hacer quince o veinte kilómetros para comprar una caja de paracetamol cuando se la puedo dar yo», reflexiona Lourdes antes de pronunciar la palabra clave que casi todo lo explica: vocación.
El año pasado, nacieron en Ahillones cuatro bebés. El anterior, 2012, ninguno. Y para quien tiene una farmacia, eso es más que un dato estadístico. «Significa explica la joven boticaria que no puedo tener algunas referencias porque no llego al pedido mínimo». «Buena parte de la gente a la que atiendo detallason matrimonios mayores, ama de casa ella y él un trabajador del campo jubilado que cobra la pensión agrícola, que son poco más de quinientos euros».
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Un stock diferente
Y eso tiene su huella en las reboticas rurales. «Hace meses, años más bien, que no vendo un potito o una leche infantil», ilustra José Álvarez, boticario de Calera de León (1.009 habitantes, junto a Monesterio) desde hace 28 años. «Vendemos más que nada medicamentos para enfermedades crónicas, porque el ochenta por ciento de los clientes son gente mayor, pensionistas», resume José, que tiene claro que «con los márgentes comerciales de hoy, que no dejan de bajar mientras los gastos fijos no paran de subir, muchas farmacias en pueblos con menos de quinientos habitantes hay meses en los que pierden dinero». En su pueblo hay más de mil vecinos, y su negocio da «para tirar para adelante, pero desde luego no como antes».
La diferencia entre un tiempo y otro es la crisis y la deriva que ha tomado el sector. Porque su rol en la sociedad en la que viven se parece demasiado al de hace medio siglo. «En muchos pueblos, se ha ido el maestro, el cura, el médico, la enfermera, ya todos viven en otro sitio, hemos quedado nosotros, los farmacéuticos», reflexiona el boticario de Calera de León. «Somos profesionales sanitarios, queremos que la población esté sana y lo que hacemos es ayudar hasta donde podemos, porque médicos no somos aunque haya vecinos que acudan a nosotros como si lo fuéramos», abunda su colega de Oliva de Plasencia. «Una farmacia añade Carmen Urbano no es un negocio en el que se esté solo para vender, yo puedo estar media hora con una vecina que ha venido a contarme un problema y no he vendido nada, pero sientes que la gente del pueblo te quiere, y cuando te acuestas piensas que estás ayudando a los demás». Será por eso, quizás, por lo que el número de su farmacia sigue apareciendo en la guía telefónica.
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