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J. R. Alonso de la Torre
Martes, 4 de abril 2017, 07:56
El martes pasado se cumplían 75 años de la muerte de Miguel Hernández por tifus y tuberculosis en el reformatorio de adultos de Alicante. Allí compartió celda con el dramaturgo Buero Vallejo, que le hizo el conocido retrato con el que identificamos automáticamente al poeta. Una de sus fotos más famosas lo retrata arengando a las tropas republicanas en 1937 en el frente de Extremadura. Aunque lo que más nos toca de cerca es el episodio rayano de su detención.
Si hace una semana les hablaba de una excursión fronteriza muy interesante hasta el Pulo do Lobo, cataratas del Guadiana cercanas al municipio alentejano de Serpa, hoy completamos la excursión haciendo la ruta de la huida, detención y entrega del poeta Miguel Hernández, justo por la carretera que lleva desde Extremadura hasta Serpa y el Salto del Lobo por Rosal de la Frontera.
El poeta había decidido huir de España a Portugal por la ruta natural e histórica de Beja a Sevilla, pero la policía de Serpa lo detuvo, lo entregó a la Guardia Civil de Rosal de la Frontera y comenzó el calvario que lo llevó a la muerte.
«Llegué en camión hasta cuatro kilómetros de Aroche. Atardecía. En el pueblo merendé y me compré unas alpargatas. Sobre las 21 horas, solo y sin conocer el terreno, crucé la frontera», declaró Miguel Hernández ante dos agentes de la Guardia Civil de Rosal de la Frontera tras ser entregado por la policía portuguesa. La cárcel de Rosal donde fue encerrado es hoy un centro de interpretación sobre su figura.
Rosal de la Frontera es un pueblo joven creado hacia 1860, a partir de que en 1857 se estableciera en el lugar una aduana y se impulsara el comercio, paralelo siempre al contrabando. Antes, había aquí una aldea llamada El Gallego, que fue abandonada. En estas tierras, pastoreaban los ganados de uno y otro lado de la frontera: era la Contienda de Aroche.
En Rosal y alrededores, en la década de los 40 del siglo pasado, el hambre de la posguerra hizo estragos. Están certificados los casos de dos vecinos que murieron reventados por hartarse de hierba. Los niños cruzaban la frontera para mendigar un poco de pan en Ficalho o coger la fruta de los huertos portugueses. En una ocasión, los 'guardiñas' llegaron a detener a una treintena de niños y los encerraron en una habitación-cárcel.
Las mujeres rosaleñas descubrieron enseguida que la única manera de sobrevivir era dedicarse al contrabando. En las tiendas de Rosal (Peñalver, Vicente 'El Pelao', Banda o Vinto), les fiaban mercancía, que pasaban a Portugal y pagaban a la vuelta. Traficaban hacia Portugal con pana, mantones de Manila, láminas pictóricas, collares, seda, paños de camilla, hules, navajas, tazas, platos, sartenes, cuchillas de afeitar... Traían pan y café.
Durante un tiempo, llevaban medallas de la Virgen de Fátima hechas en España, que cambiaban por panes. Pero como los panes portugueses empezaron a tener mal sabor por hacerlos de cebada, los rosaleños hicieron hornos en sus casas y traían la harina de Portugal para amasar y cocer.
Los huevos fueron un artículo muy traído de Portugal, pero como se rompían, los contrabandistas acabaron centrándose en el café, aunque eran muy perseguidos por los guardias civiles, que recibían de Hacienda un premio en metálico por cada 100 kilos de café que confiscaran.
El primer pueblo nada más cruzar la frontera camino de Serpa es Vila Verde de Ficalho (1.400 habitantes), donde podemos comer en dos restaurantes: uno, más lujoso (Boa Vista), está en la Estrada Nacional 260, y el otro, más humilde, en la calle más larga del pueblo. Se llama Património y tiene una carta basada en los bacalaos, las carnes y los arroces y cataplanas o guisos para dos de pulpo y de bacalao. Las guarniciones son apoteósicas (ensalada, arroz y patatas fritas) y las carnes no son tan apoteósicas. Es un restaurante lleno de comensales españoles que nos permite salir del paso pagando lo razonable.
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