El acordeón de Montoro
Tribuna ·
jesús galavís reyes
Viernes, 16 de junio 2017, 22:44
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jesús galavís reyes
Viernes, 16 de junio 2017, 22:44
Tú, turista accidental, tienes que leer el cartel de su interior, desde la pasión que pone en las teclas del instrumento, y traducir: Soy un joven que estudió ocho años de música en el conservatorio, donde aprendí a tocar violín y acordeón, hoy sin trabajo ni esperanza de encontrarlo: les ruego una ayuda para comer y, si hubiera el milagro de algún billete de cinco euros, tomarse unas cañas con los amigos. Casi nadie le ve porque es como un mueble complementario del espacio lleno de arte.
Está sentado en una sillita plegable, junto a uno de los muros de la Universidad vieja, justo debajo de la inscripción tantas veces comentada donde, en letras de obligado bermellón, se recuerda la oportunísima frase de Cervantes en el Licenciado Vidriera, aquella de «Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que la apacibilidad de su vivienda han gustado». El joven toca –y no lo hace mal– un acordeón, y los turistas que pasan, o no le prestan atención o, si acaso, se detienen unos segundos para arrojar unas monedas sobre una pequeña cesta que sirve para recoger la voluntad de los viandantes. Nadie le escucha, ni siquiera los que le socorren con unos céntimos se quedan un rato para disfrutar de la música. Es una caridad turística que tiene algo de molestia inevitable, de pago por el tránsito en la calle. Como el lugar está repleto de arte –catedral del gótico tardío, palacio neoclásico de Anaya, plateresco de los edificios universitarios–, no pega, no cuadra el tradicional «Una limosna por amor de Dios» o el moderno cartón escrito gruesamente con el anuncio de que «Estoy en paro y soy padre de familia, denme algo, por favor». Se acomoda mejor al entorno este pobre pero ilustrado músico que pide con un silencio musical. No tiene ningún cartel, no hace ningún gesto, tan solo la cesta con monedas y la alegre musiquilla. Tú, turista accidental, tienes que leer el cartel de su interior, desde la pasión que pone en las teclas del instrumento, y traducir: Soy un joven que estudió ocho años de música en el conservatorio, donde aprendí a tocar violín y acordeón, hoy sin trabajo ni esperanza de encontrarlo: les ruego una ayuda para comer y, si hubiera el milagro de algún billete de cinco euros, tomarse unas cañas con los amigos. Casi nadie le ve porque es como un mueble complementario del espacio lleno de arte.
Somos insolidarios, parece una obviedad repetirlo. Por unos hechos aislados, es cierto, no se deben establecer generalidades. Pero muchos tenemos esa sensación de falta de empatía pública, de socorro próximo. No el socorro masivo que, conmovidos por una catástrofe terrible, facilitamos todos con dinero depositado en cuentas bancarias. Ni la ayuda heroica, excepcional, reservada solo a unos pocos. Aquellos que arriesgan sus vida por salvar la del que la tiene en peligro, como ese policía que intenta rescatar a un joven de las olas encrespadas y se ahoga en el intento, o nuestro reciente héroe urbano y cosmopolita, Ignacio Echeverría, que no duda en defender a quien es apuñalado por el terrorismo más abyecto, al tiempo que él mismo se convierte en víctima de esa sinrazón. Me refiero a otra ausencia de solidaridad. La corriente, la de todos los días, la que se manifiesta, por ejemplo, al concebir una sociedad a la que hay que aportar parte de lo que nos pertenece para que se nos devuelva en servicios y comodidades públicas. Pero en ella los hay insolidarios. Los que ocultan su patrimonio, sus ingresos, su riqueza para no pagar impuestos. En el 2012 fueron treinta y un mil (Dios mío, treinta y un mil) y a esos se les tienen que añadir los amnistiados por anteriores gobiernos socialistas. ¿Es un número suficiente como para generalizar, como para concluir que apenas se tiene algo de riqueza por encima de lo normal, se tiende a eludir el fisco? Y desde entonces, ¿han ‘nacido’ otros nuevos treinta y un mil?
Montoro también tiene una especie de acordeón que estira o encoge con música de tonos graves y serios o de alegres musiquillas según convenga. Convertido en un dios importante del Olimpo gubernamental, abre su acordeón mágico y, con una partitura escrita a vuela pluma, inventa una copla que embelesa a miles de contribuyentes réprobos, insolidarios y vergonzantes, para que afloren sus caudales con la penitencia de un diez por ciento (en realidad un tres por ciento) de lo que escondían tan consciente como miserablemente. Pero los centenares de acordeones repartidos por la España de las Declaraciones de estos meses, se cerrarán con un grueso y severo chirrido si descubren a cualquier Juanespañolito que se olvidó de declarar doscientos eurillos. Su penitencia será el doble de lo que olvidó reseñar, amén de una multa y los intereses. La canción le cuesta a Juanillo ochocientos euros por doscientos, aparte del susto por una música tan triste.
Desde el gobierno se dirá siempre que fue necesario, que era la crisis, que el fin, entonces, justificaba los medios. Pero el Tribunal Constitucional, siempre lento aunque esta vez ha estado casi Supremo, recuerda en su sentencia verdades que ya sabíamos. El deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos. La vergonzosa legitimación que se les regaló a los insolidarios, agraviando a los que tributaron honradamente. La injusticia e inconstitucionalidad del decreto de marras. La abdicación del Estado (en ese momento a través del gobierno de Rajoy) de su obligación de exigir a todos por igual… Música celestial que Montoro no quiso interpretar con su instrumento mágico.
Vuelvo a Salamanca. Hoy soy yo el turista solidario y del milagro. Primero me detengo junto a él. Luego le escucho una pieza completa al tiempo que la disfruto. Finalmente, aunque me siento algo ridículo, aplaudo brevemente y, marchándome con suavidad, coloco cinco euros en la cesta y le doy las gracias. El me sonríe y me dice: gracias a usted, por detenerse. Hoy yo soy menos Montoro y más fraterno. A ver lo que me dura.
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