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Sigo la polémica sobre las piscinas públicas en nuestra región porque es esa clase de asuntos que demuestran que la política, como el diablo, se esconde en los pequeños detalles y por cómo se ha convertido en una fuente de enfrentamiento entre partidos. Durante los momentos más duros de la alarma, la mayoría de los grupos políticos de los municipios cerraron filas en torno a su gobierno local, exhibiendo una unidad de acción casi siempre sin fisuras. Sin embargo, ahora, cuando lo peor ha pasado, cuando ya la cotidianidad perdida no precisa de que se vaya recuperando por fases ni hay normas de obligado cumplimiento que impiden la movilidad sino recomendaciones y por tanto libertad para decidir entre varias alternativas, vuelve la política por sus derroteros y surge el cisma precisamente en torno a la apertura o no de las piscinas. Y es curioso, además, cómo lo ha hecho: la decisión de no abrirlas se ha tomado en el seno de las mancomunidades, donde hay ayuntamientos de distintos colores políticos y por tanto con un consenso que trasciende las siglas, pero eso no ha impedido que luego, en algunos municipios, se haya librado una batalla de partidarios y detractores entre los mismos partidos que se habían puesto de acuerdo en las mancomunidades.
En cualquier caso, no me gustaría estar en el pellejo de los alcaldes que han decidido no abrir al baño esas instalaciones, aun a sabiendas de que alrededor de ellas se mueve una parte de la economía local de los meses de verano y muchos niños y jóvenes de nuestros pueblos organizan su tiempo de vacaciones. Y no me gustaría estar en el lugar de los alcaldes porque el papel de aguafiestas es muy ingrato. Sin embargo, precisamente por eso esa decisión me parece un gesto valiente, a contracorriente, además de prudente. Y raro en los tiempos que corren en el que los partidos no pierden la oportunidad de ponerse del lado de X y de su oponente para no contrariar a ninguno. Que, de pronto, haya alcaldes dispuestos a contrariar a muchos, cuando aun asistiéndoles la razón como ahora con frecuencia no lo han hecho, me merece, de entrada, un respeto.
Las razones por las cuales es mejor que las piscinas no abran las encuentra quien quiera en cada periódico, donde se muestra que las aglomeraciones no cesan; que estamos olvidando a gran velocidad lo que es la distancia de seguridad; y que la frecuencia con que van apareciendo brotes aquí y allá es tal que si nada de esto nos hace temer una recaída es que, como muchos temíamos, ya hemos olvidado qué supuso el estado de alarma, las UCIs rebosantes, las residencias de ancianos convertidas en películas de terror y las empresas cerradas. ¿Tan difícil de entender es que los alcaldes de nuestros pueblos teman que sus piscinas puedan ser el escenario del inicio de una catástrofe habida cuenta de nuestra dificultad para cumplir las recomendaciones? Una pregunta debería bastar para zanjar la cuestión: ¿Hay entre los vecinos partidarios de abrir las piscinas alguno que esté dispuesto a responsabilizarse de las consecuencias que pudieran derivarse de un brote de la covid-19?
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