![Alcaldes rastreadores](https://s1.ppllstatics.com/hoy/www/multimedia/202008/23/media/cortadas/op_rastreadores-U70921694730qs--1248x770@Hoy-Hoy.jpg)
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Esta pandemia que ha derribado tantas seguridades ha traído a la España vacía una cierta esperanza de redención. Dado que la covid ataca con más virulencia las ciudades masificadas, ¿no será el momento de ofrecer nuestros pueblos y ciudades medianas para acoger a tantos capitalinos hartos de vivir en pisos minúsculos y de viajar en vagones de metro atestados? Muchos hemos fantaseado con una especie de 'vuelta a la aldea', la oportunidad que la pandemia podría suponer para aliviar la saturación de las grandes poblaciones.
No creo que ese fenómeno se vaya a producir más allá de unos cuantos casos aislados, los clásicos urbanitas que dejan su vida de oficina y estrés para venirse a elaborar mermeladas al Jerte o quesos a La Serena. A los madrileños, de origen o de adopción, les gusta Madrid. A pesar de que sea una ciudad cara y, a veces, insufrible. Su brío económico, que se traduce en oportunidades de trabajo, suele compensar los inconvenientes.
Es cierto que durante el confinamiento han echado en falta balcones y patios en los que aliviar el encierro, ese espacio que sobra en Extremadura y en la España infrapoblada, pero, pasado lo más duro, se vuelve a la rutina del ruido y las calles atestadas.
Dudo por ello que la pandemia vaya a provocar movimientos migratorios inversos a los que se llevan produciendo desde los años 50. La España vacía seguirá irremediablemente vaciándose. Es el empleo de calidad el que fija la población a un territorio, no la belleza de los paisajes.
Sin embargo, si no es muy probable que se produzca esa 'vuelta a la aldea', lo que se ha puesto en evidencia en estos meses es que quizá esa 'aldea' puede ser capaz de gestionar la alarma sanitaria mejor que la gran ciudad. No solo porque aquí no hay aglomeraciones, sino porque cada alcalde está al tanto de la evolución de la pandemia en su localidad y atento a evitar que se extienda.
Al principio del estado de alarma se trataba de ocultar la aparición de un caso. Nadie quería ser señalado como la localidad donde había entrado el bicho. Ahora somos conscientes de que los contagios son imparables, y que solo es cuestión de tiempo que el coronavirus llegue al último rincón, porque viaja con nosotros o con esa familia que estamos deseando ver. Se trata de rastrear su paso y evitar su difusión. Y en esa tarea están siendo una pieza clave los alcaldes. La mayoría son conscientes de que el arma más poderosa contra el virus es la transparencia: informar en tiempo real de cuántos casos hay y dónde se encuentran. Porque si falta información su espacio lo llenarán los bulos, que siempre son más atractivos y peligrosos que la realidad.
Habrá quien piense que esta conversión de los alcaldes en agentes anti-virus, vigilantes las 24 horas del 'parte médico' de su localidad, tiene un tufo a control social. Lo tiene. Que un alcalde sepa quiénes de sus vecinos padecen la enfermedad y si cumplen la cuarentena solo se acepta si está en juego un bien mayor, la salud de la comunidad, amenazada por los comportamientos imprudentes de algunos afectados. Con más razón en pueblos donde abundan los ancianos.
La contrapartida a ese escrutinio practicado por los alcaldes/rastreadores es que se consiga frenar la expansión de la enfermedad; o al menos que su expansión no se desboque. En Extremadura se ha logrado un cierto control: suben los contagios, pero a un ritmo más lento que en comunidades como Aragón, Madrid o País Vasco. De momento, la saturación de los hospitales, que es la pesadilla de médicos, gestores y ciudadanos, parece estar lejos.
Si la situación sigue así, a Extremadura la pandemia no nos traerá el maná en forma de nuevas industrias, pero quizá, solo quizá, nos mate menos que en Madrid.
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