![El amor no es homicida](https://s1.ppllstatics.com/hoy/www/multimedia/201904/09/media/cortadas/HF1J85A1-k9KD-U701126628861jiC-624x385@Hoy.jpg)
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Hace muchos años tuve la suerte de que cayera en mis manos la novela '¿Acaso no matan a los caballos?' Era uno de los títulos incluidos en 'El club del misterio', de Editorial Bruguera, una colección popular, sólo un poco mejor editada que las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía (los ejemplares eran más grandes pero igual de modestos: las tapas estaban hechas de un papel sólo un poco más grueso que las propias páginas), a la que en alguna ocasión me he referido en este espacio porque a ella le debo lecturas sorprendentes y, desde entonces, un amor reverencial hacia lo que convencionalmente se conoce como 'novela negra'.
Una de las sorpresas dichosas que guardaba 'El club del misterio' era '¿Acaso no matan a los caballos?', escrita en 1935 por el periodista norteamericano Horace McCoy que en 1969 fue llevada al cine por Sydney Pollack y titulada aquí 'Danzad, danzad, malditos'. Seguro que muchos de ustedes recuerdan la honda desesperanza de aquellos personajes condenados a bailar días y días en un concurso animado por un presentador que trataba a los concursantes como animales de circo de los que aprovecharse para hacer negocio y con un público procaz y desalmado que asistía al derrumbe físico y moral de los desgraciados que, como parte del espectáculo, se movían como zombis por la pista.
La historia gira en torno a la pareja de Gloria y Henry, dos desconocidos antes de llegar al concurso, que se convierten en pareja de baile y se enamoran en él y que termina cuando Henry mata a Gloria disparándole en la sien después de que ella se lo pida por no tener fuerzas para soportar más reveses de la vida. La referencia a los caballos del título se explica cuando Henry pregunta retóricamente al juez que lo juzga por su crimen que si a los caballos se les mata para evitarles el sufrimiento, por qué no a las personas. La tesis del libro es que el disparo de Henry fue el último acto de amor hacia Gloria.
Siempre que sucede una historia de suicidio asistido, como estos días la de María José Carrasco con la ayuda de su marido Ángel Hernández, me acuerdo de la que escribió McCoy y, como él, no puedo dejar de sentir que el homicidio que cuenta fue un acto de amor. Sé que a muchas personas, a las que no tengo ninguna intención de insultar, repugna lo que digo. Sé que muchas personas no pueden concebir que el amor sea el sentimiento que impulse a quitar una vida. Yo tampoco lo concibo. El amor nunca es homicida. La naturaleza del asunto que está en entredicho aquí no es la del amor. Es la de la vida y a qué cosa llamamos así. Qué infinito sufrimiento hasta hacerla inútilmente insoportable puede llegar a ser (en el caso de María José Carrasco, el resultado de treinta años de esclerosis múltiple) y cómo puede nadie, si ama al doliente, ser capaz de acompañarlo en su sufrimiento sin hacer por evitarlo sencillamente lo que esté en su mano.
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