Algunas de las cosas que cuenta Javier Gil parecen sacadas de una novela de aventuras de Stevenson, Salgari o Verne, pero todo lo que relata es verdad. Tan cierto como que allí donde él está ahora no existe la noche. «En esta época –cuenta–, el ... sol se pone dos o tres horas en el horizonte, pero la luz no desaparece, queda siempre un atardecer, hasta que al rato comienza a amanecer». Ese lugar al que no conviene ir sin buena ropa de abrigo y gafas de sol es la isla Livingston, en la Antártida, la más grande de las Shetland del Sur tras la Rey Jorge. Queda a 12.382 kilómetros en línea recta de Plasencia, el lugar donde nació hace 40 años este guía especialista de alta montaña que el jueves cumplió un mes trabajando en la base Juan Carlos I, que gestiona el CSIC a través de su Unidad de Tecnología Marina.
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«Salí de España el 10 de diciembre –recuerda el extremeño–, llegué en avión a Punta Arenas, en Chile, y tras una semana de cuarentena en un hotel, volé a la isla Rey Jorge y allí embarqué en el buque oceanográfico Sarmiento de Gamboa hasta la isla Livingston». Allí es ahora verano. El verano austral, que va de noviembre a abril y es la época en la que hay actividad en la Juan Carlos I, que el resto del año permanece vacía aunque sigue registrando valores de interés científico. La base, la primera española en esta esquina del planeta –abrió en el año 1988 y a está a 980 kilómetros en línea recta de Ushuaia, en la Tierra del Fuego argentina– tiene capacidad para cincuenta personas y está rodeada de glaciares, líquenes, praderas criptogámicas (sin flores) y una fauna variada que incluye pingüinos y elefantes marinos. «Es una base muy moderna, con muchas facilidades y una comida estupenda, me siento muy cómodo aquí», condensa Gil, a quien su trabajo como guía especialista de montaña le ha llevado a Nepal, a la Patagonia chilena, la Cordillera real boliviana, el Atlas marroquí, el Himalaya...
En esos destinos, su trabajo es con turistas. En la Antártida, sin embargo, su tarea es «acompañar a los científicos a llegar a lugares de difícil acceso que necesitan visitar para sus estudios», sitúa. «El objetivo –amplía– es garantizar al máximo la seguridad de las campañas de investigación, y para ello contamos con un protocolo de trabajo estricto, que persigue minimizar todo lo posible el peligro para los científicos, teniendo presente que el riesgo cero no existe, menos aún en estos lugares tan remotos y hostiles».
La temperatura media en febrero es de dos grados sobre cero, y el hospital más cercano está a 990 kilómetros. Aquí no hay carreteras, y lo más parecido a unos vecinos son los ocupantes de la base búlgara, con quienes el contacto se ha reducido al mínimo por culpa de la covid-19.
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El destino más habitual de las salidas científicas son las montañas y los 'nunatak' (promontorios rocosos totalmente rodeados por glaciar), lugares a los que se puede llegar progresando con esquís de travesía –usando arneses, cascos, tornillos de hielo, mosquetones, cintas, poleas, piolets– o en moto de nieve, por recorridos balizados que a lo largo de los años se han testado como seguros. «Cuando nos desplazamos con esquís de travesía, nos encordamos unos a otros porque en estos glaciares puede haber grietas de más de cien metros de profundidad, ocultas por la nieve superficial, y esas medidas de seguridad permiten que si alguien cae, podamos detenerle», detalla el guía. Por el mismo motivo, «también encordamos las motos cuando circulamos por lugares no reconocidos o con poca visibilidad por ventiscas o mala meteorología», explica el placentino, que suele desayunar a las ocho, participar en la reunión organizativa media hora después y salir de la base sobre las nueve.
«Los días que estamos en glaciares –relata Gil–, normalmente comemos un bocadillo y nos quedamos trabajando hasta las cinco o seis de la tarde. Recogemos muestras biológicas, líquenes sobre todo, medimos las estacas del glaciar con GPS diferencial para conocer su movimiento y el volumen, estudiamos su lecho mediante pasadas con el georadar...».
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Por la tarde, reunión a las siete y media para recibir la información meteorológica –la base tiene el apoyo diario de la Aemet–, el factor que determina qué se puede o no hacer cada día en la Juan Carlos I. A las ocho, cena, y después, tiempo libre. En la base hay gimnasio, sala de lectura y claro, unas vistas impagables.
«La base debe funcionar como un reloj, y para eso es imprescindible la colaboración de todos en todas las tareas –cuenta el extremeño–. Es normal colaborar en cocina, poner o recoger la mesa, apoyar en el mantenimiento de la red de antenas de radio, incinerar residuos, cargar o descargar material de los barcos, ayudar a los patrones en los movimientos de las zodiac...». «Aquí siempre hay algo que hacer, no nos aburrimos», resume Gil, que regresará a España a finales de febrero. En el buque oceanográfico Hespérides cruzará el paso de Drake, no siempre navegable, y llegará a Chile para desde ahí volar a España.
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Una vez de vuelta, no tardará en volver a irse. Primero a Albania para preparar un viaje de barranquismo. Y en verano le espera la región rusa de Altái, en la frontera con China, Kazajistán y Mongolia. Allí comandará el grupo de viajeros que se cruzará Europa para hacer 'trekking', en una aventura organizada por su empresa, Expediciona. «Nos adentraremos por bosques espectaculares, valles salvajes y lagos esmeraldas, hasta llegar al glaciar norte del monte Beluja, el más alto de Siberia, a 4.500 metros», adelanta el guía, que quizás cuando llegue ahí, a ese glaciar ruso, recuerde sus días en la Antártida, donde todo es diferente.
«Aquí me pasa una cosa curiosa –cuenta por escrito desde la Juan Carlos I–, y es que no tengo la sensación de estar tan lejos de casa. Cuando trabajas en Nepal, Bolivia, Chile, Rusia o Marruecos, tienes contacto directo con los habitantes del país, con su idioma, sus comidas y costumbres, y esto hace que notes la diferencia cultural, que es lo que te recuerda que estás lejos. Pero aquí estoy en una base española, hablo mi lengua y la comida, horarios y costumbres son españolas. Salvando las distancias, me parece que estoy un invierno más en el refugio Laguna grande de Gredos, la montaña más cercana a mi casa, trabajando de guía durante una temporada larga».
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