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Hasta que pudimos salir a pasear mis únicas salidas de casa habían sido para ir a la compra. Siempre hacía el mismo itinerario en el coche: salía de casa, giraba a la derecha para, casi inmediatamente, hacerlo a la izquierda, seguía recto y cuatro calles más allá volvía a girar a la izquierda para enfilar la del 'súper'. Aparcaba, me ponía la mascarilla y los guantes y, si tenía suerte y no había cola, entraba y compraba lo más rápidamente posible y con un inquieto sigilo compartido con el resto de clientes. Pronto incorporé la tarea de comprar, que se repetía cada cuatro o cinco días, a esa zona cerebral en la que se alojan las cosas sabidas, las maniobras automáticas, los actos reflejos.
Pero llegó el día en que pude salir a pasear y me encontré con una dichosa e inesperada sensación: estaba estrenando Badajoz. Bastó salir de casa y en lugar de a la derecha, como cuando hago la compra, girar a la izquierda y empezar a caminar sin cautela, para encontrarle a mi calle un sentido sorprendente. Era la misma que antes del confinamiento: sus aceras con sus acacias, su mediana punteada de pinos, su descampado de enfrente cuyas matas he visto crecer cada día cuando salimos a aplaudir a las 8 de la tarde y que una mañana, para alivio de los perros y sus dueños, segaron con un tractor.
Todo estaba allí, en su sitio, y no necesitaba explicación. Pero Badajoz era distinto al de antes de que nos encerráramos. Era un Badajoz que se me ofrecía y que, conforme caminaba, me daba la bienvenida.
Giré a la izquierda y ante mí se abrió el bulevar de la calle Cordero Corrales. Desde que vivo aquí me fijo en los magnolios del centro de ese paseo. Me cae bien el magnolio porque es un árbol al que no le gusta presumir. No es frondoso, no da sombra, tiene hojas acartonadas y pardas en invierno. Parece que apenas sirve para algo, pero llega la primavera y se nos revela con unas flores blancas del pincel de Zurbarán que están entre las más hermosas y fragantes que pueden verse en Badajoz. He visto muchas veces florecidos los magnolios de ese bulevar y aunque el día en que salí a pasear no me recibieron con flores, sentí con la misma certeza con que escribo estas letras que me estaban esperando.
Los árboles de Badajoz me estaban esperando y yo, al ver los magnolios, supe que los había estado necesitando como necesitaba la poesía el cartero de Neruda. Bajé hacia Alcaraz y Alenda, me detuve ante el bosquecillo de plataneras que pone punto final al paseo para sentir ese espacio de bóveda que crean con el aire las copas altas y que te hacen sentir cobijado sin peso. Seguí caminando entre el boj de los setos, los arriates con rosas, junto a los ficus de La Pinada en la calle Joan Miró. Me adentré por puro gusto en el alpendre de glicinias del parque de la calle Pérez Carrascosa y sabiendo cada vez con más certeza a dónde me llevaban mis pasos no descansé hasta llegar a las moreras del Paseo Fluvial. Allí estaban, renacidas del invierno, dispuestas ya para dar sombra fresca en el verano y hacer que el otoño pase por sus hojas tostándose en un lento fuego de tahona. Se alegraron de verme, me abrazaron como si fuera un náufrago rescatado del confinamiento y con ellas me quedé.
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