Borrar
¿Qué ha pasado hoy, 10 de febrero, en Extremadura?
Atrapados en la tela de araña

Atrapados en la tela de araña

irene sánchez carrón

Domingo, 2 de junio 2019, 09:44

No puedo quitarme de la cabeza a Verónica, la trabajadora de la fábrica de automóviles IVECO que se ha quitado la vida esta semana tras difundirse un vídeo suyo de hace unos años con contenido sexual. Las últimas informaciones apuntan a que puede tratarse de varios vídeos. Es fácil imaginar su angustia al ser consciente de que unas grabaciones tan personales estaban circulando entre sus compañeros de trabajo. Y duele leer que esta mujer, de solo 32 años, deja un hijo de cuatro años y otro de meses que tendrán que aprender a vivir sin su madre.

Verónica no ha sido la primera ni será la última víctima de la nefasta gestión que hacemos de unos medios que la tecnología ha puesto, como por arte de magia, a nuestro alcance. Han aparecido de repente, sin que en muchos casos tuviéramos conciencia de los riesgos a los que nos exponía su uso. A unos los avances nos pillaron ya con cierta edad, con formación y en una etapa de nuestras vidas en la que, en general, la reflexión era capaz de controlar los impulsos. Sin embargo, los jóvenes, siempre más expuestos a conductas de riesgo, se han visto en muchas ocasiones sobrepasados y totalmente abducidos por las nuevas herramientas de comunicación. Internet, las redes sociales y los whatsapps se han cruzado en la vida de muchos niños, adolescentes y jóvenes cuando no tenían la madurez suficiente para calibrar las consecuencias que podía acarrear darle al botón y compartir contenidos personales.

Leo los detalles de la tragedia de Verónica en la versión digital de un periódico de tirada nacional. No salgo de mi asombro al ver cómo, en los numerosos comentarios a la noticia, se produce una segunda lapidación de la ya fallecida. Los lectores se erigen en jueces y no dudan en condenar a alguien que ya no puede cumplir la pena que se le impone. Ser mujer sigue constituyendo una desventaja evidente en estos casos. Los más procaces salpican de dudas aspectos de su vida privada, echando cuentas mezquinas sobre la antigüedad del vídeo y la edad del hijo mayor, como si ahí estuviera la clave de la tragedia. Poco importa que el hijo sea ya huérfano. Tampoco importa que los ojos y los oídos de Verónica se hayan cerrado para siempre. Algunos pretenden que sus insultos se escuchen por toda la eternidad. Resulta lamentable que ni siquiera la muerte imponga su silencio en la red cenagosa que engulle buena parte de nuestra existencia.

Este tipo de sucesos y los comportamientos que traen aparejados ponen al descubierto hasta qué punto nuestra sociedad necesita llevar a cabo una reflexión acerca del uso que hacemos de las tecnologías de la comunicación. Debemos desarrollar la conciencia de que difundir y reenviar información de carácter personal, que atente contra la intimidad de alguien, es un delito. Así lo tipifica con claridad el artículo 197.7 del Código Penal, reformado en 2015. Es delito la difusión, revelación o cesión a terceros de imágenes o grabaciones audiovisuales obtenidas con la anuencia de alguien en el entorno íntimo. Y añade el Código Penal: «cuando la divulgación menoscabe gravemente la intimidad de esta persona».

Cámara, móvil, sexo y redes sociales están resultando ser una combinación letal para muchas personas que ven cómo su reputación y, en el peor de los casos, su vida se van por el sumidero. Una vez que se pone en movimiento la rueda de su infortunio, poco o nada se puede hacer para detenerla.

En los centros de enseñanza llevamos años tratando de educar a los más jóvenes en el uso responsable de estas herramientas. La tarea es ardua y los resultados dan poco lugar al optimismo. Tratamos con una población a la que es muy difícil convencer de los riesgos que implican sus conductas. Por algo son adolescentes, ese grupo de edad que se caracteriza en muchos casos por querer explorar los límites y por amar el riesgo. Padres y profesores hablamos un lenguaje, lleno de advertencias y de llamadas a la cautela, que muy pocos entienden. Ante nuestra propia incapacidad, no dudamos en pedir ayuda a los expertos. Invitamos a los centros a agentes de policía que vienen a contarnos casos reales de conductas que acarrearon graves quebrantos. Recurrimos a psicólogos que tratan de promover el análisis crítico y la puesta en marcha de estrategias para proteger algo tan preciado como es la intimidad. Los resultados, como digo, no son muy esperanzadores. Las redes se siguen llenando de datos personales, de fotos comprometedoras y de vídeos que más pronto que tarde muchos desearán no haber publicado nunca.

Escarnio, linchamiento, autoestima pisoteada, pérdida de control de la propia existencia, depresión, suicidio. En la tela de araña de las redes, que tejen con esmero troles y «haters», en la que quedan atrapadas las víctimas que tuvieron la mala fortuna de pasar por allí o de no ser conscientes del peligro. Se alarga el reguero de desgracias que están acarreando unas herramientas que, en principio, llegaron para facilitar nuestra comunicación.

Yuval Harari en su ensayo «Homo Deus» nos habla del dataísmo, la nueva religión que ha traído el uso que hacemos de la tecnología. Ya casi no importan los hechos reales de nuestra existencia, los viajes, el trabajo, los amigos, las fiestas, etc. Solo importa grabar un vídeo, echar una foto, subir todo a una red social y escribir un mensaje para enviarlo a esa gran masa que es el flujo de información. La tentación de compartir datos con ese «matrix» es tan fuerte que poco importa el riesgo evidente que supone abrir las puertas de la intimidad no sé sabe muy bien a qué número y a qué tipo de espectadores. Importa que los seguidores sean muchos. Importa que crezcan los «likes». La privacidad ha muerto.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

hoy Atrapados en la tela de araña