LA crisis económica que castigó con dureza a trabajadores y empresas, y que ahora amenaza con volver, nos trajo nuevos partidos. Del movimiento social del 15-M nació Podemos y la crisis del PP permitió a Ciudadanos saltar de Cataluña a toda España. Y con éxito.

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Muchos españoles pusieron su esperanza en que los nuevos partidos, encabezados por dos líderes carismáticos, iban a renovar la política española. Y les dieron el voto. Nada menos que 8,7 millones de votantes (5,3 para Podemos y 3,5 para Cs) apoyaron a Pablo Iglesias y Albert Rivera en las elecciones de 2015. Iglesias soñó entonces con sobrepasar al PSOE. De ahí que no le diera el voto para lograr la investidura y hubiese que repetir las elecciones en 2016. Perdió apoyos, ha vuelto a negarle el respaldo a Sánchez, y sigue cuesta abajo gracias a sus errores y a las guerras internas que han destrozado el partido original.

Rivera, que consiguió 4,1 millones de votos el pasado 28 de abril, también ansiaba adelantar al PP. No lo logró, no se avino a pactar con el PSOE para facilitar la investidura de Sánchez y hoy tiene un partido mermado y con peores perspectivas electorales que hace medio año.

Muchos votantes que un día confiaron en que los nuevos líderes iban a regenerar la política española han descubierto que los nuevos les hacen unas ofertas tan poco atractivas como las que abandonaron.

Hay electores que se sienten hoy como el cónyuge que, desengañado, no tiene más remedio que volver a casa después de serle infiel. Había abandonado a su pareja de toda la vida porque apareció en el horizonte una persona más atractiva, pero se acabó desengañando en poco tiempo. Adiós a la aventura.

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El problema para muchos electores es que esa vuelta a la casa del bipartidismo la hacen resignados. No es que hayan descubierto de repente que Pablo Casado y Pedro Sánchez son Winston Churchill y Dwight Eisenhower. Es que han comprobado que Rivera e Iglesias no han estado a la altura de las expectativas que pusieron en ellos. Ni han renovado la vida política española ni han logrado determinar la formación de gobiernos más eficaces que los de la época en que reinaba el bipartidismo.

Por eso el votante de a pie, al que le preocupa que en España haya habido cuatro elecciones generales en cuatro años y meses y meses de parálisis política, se debate ahora entre darle un gran portazo en las narices a todos los partidos y no acudir a las urnas, mostrando así su protesta; volver a lo viejo conocido para ver si de ese modo puede haber gobierno; o darle una última oportunidad a los nuevos. Siempre que estos no se acaben despedazando antes.

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La pericia que han demostrado Podemos y su líder en los trabajos de autodestrucción es notable. En menos de cuatro años han conseguido que un partido que iba como un tiro esté asomado al abismo de la división y la irrelevancia.

Tampoco Rivera ha demostrado tener la suficiente inteligencia política para manejar un partido que no solo ha perdido a militantes notables, sino la centralidad y la frescura que lo hacían atractivo para millones de ciudadanos.

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No hacen falta muchas encuestas para detectar el escaso entusiasmo con que una mayoría de españoles contemplan las elecciones del 10-N. Si descontamos a los que ven la ocasión como una segunda vuelta del 28-A y esperan mejorar sus resultados, la ciudadanía contempla la cita como un fracaso a la par que una obligación cívica. Probablemente porque cree en la democracia y, al contrario que algunos políticos, está dispuesta a cumplir con su deber. Por frustrante que sea.

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