Cuando tenía 14 años fui a una casquería y compré un corazón de cordero. Al día siguiente, bien envuelto, lo eché en la mochila y en un frío laboratorio de instituto, sobre una bandeja, lo diseccioné intentando que no pareciera un crimen. Sobreponiéndome a las ganas de vomitar, quedó expuesta ante mis ojos la maravilla de esa máquina potentísima que sostiene la vida. Por muy precisa y explicativa que pudiera ser la ilustración de un corazón de cualquier libro de ciencias, nada como ver ese amasijo de aurículas, ventrículos, venas y arterias en toda su crudeza, en toda su verdad. El asco y el shock se aliaron contra la pasividad de una estudiante más predispuesta a las letras que a las ciencias. Después de tanto tiempo me sigo acordando de esa asignatura y de ese profesor, con el que seguimos rajando durante todo el curso todo tipo de seres vivos. Eran ya los años 90, tiempos de grunge, y creo que terminamos cogiéndole el gusto a esa pedagogía un tanto macabra.
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Todos rememoramos los días de escuela con pasión. Es difícil no atribuir a algún maestro el poder de habernos motivado a hacer algo, de habernos descubierto mundos, autores, formas de vivir. Pero no idealicemos, el mal existe y no siempre te cruzas por la vida con seres de luz, con tipos como el John Keating de 'El club de los poetas muertos' o don Gregorio, el profesor republicano de 'La Lengua de las Mariposas'. Seré positiva, venga. Y diré que hasta de esa maestra que nos castigaba cuando la báscula le daba kilos de más (que me aspen si miento) aprendí cosas, sobre todo que el estrés no engorda, pero sí los Triskis que se comía delante de una clase de 40 niños, sin ningún tipo de consideración.
Compadezco a mis hijos, que durante estos casi tres meses han visto sustituida su rutina por un sucedáneo muy imperfecto de escuela. Donde antes había maestros ahora están principalmente su madre y su padre. Atacados, sin vocación, permisivos por pura supervivencia, aturullados de mensajes y, en muchos casos, preguntándose para qué sirve todo esto, más allá de dar la falsa sensación de que todo funciona y está bajo control, que todo es extrapolable al formato digital (hasta la Educación Física) y que así se cubre el expediente. No se puede decir que los maestros no lo hayan intentado, yo me los imagino náufragos y sin brújula en todo este sindiós y les hago la ola por su esfuerzo. El infierno de Dante debe ser algo parecido a sus ordenadores, colapsados con las fotos de las tareas de decenas de alumnos en cuadernos de cuadros.
No sé si podría haber hecho de otra forma, pero me indigna el papel de una administración que, como primer impulso tras la suspensión de las clases, dictó a sus docentes que el show debía continuar. A veces me pregunto qué idea de las familias tendrán los que organizan esto de la Educación. Quizás nos vean como los iconos del Whatsapp, con tres o cuatro variaciones para cambiar el tono de piel o el color de pelo, pero básicamente iguales, homogéneos como recién salidos de una cadena de producción.
Nunca el verano se hizo tan necesario como este curso. Y mira que será un verano extraño y de poco sarandonga, pero tenemos que resetearnos y volver a albergar cierta fe en el sistema porque, por ahora, es el único que tenemos.
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