Cuentos de agosto
Las mallas de balletVirginia Wolf ·
«Nuestra vida es una incertidumbre. Un ciego que revolotea en el vacío en busca de un mundo mejor cuya existencia solo suponemos»Cuentos de agosto
Las mallas de balletVirginia Wolf ·
«Nuestra vida es una incertidumbre. Un ciego que revolotea en el vacío en busca de un mundo mejor cuya existencia solo suponemos»Cuatro años hacía que deseaba, más que nada en el mundo, ir a clase de ballet. Un imposible.
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Hacer realidad aquel deseo estaba supeditado a sacar buenas notas en el colegio, y yo suspendía todas las asignaturas religiosamente.
El colegio es esa institución extraña donde ... las niñas y los niños desaparecen de la vida familiar. Allí suceden cosas que solo se hacen reales a través de un informe que, mediante códigos de números o letras, determina su adaptación al medio.
Había pasado cuatro años en un colegio lleno de silencios y magníficas infraestructuras. Había repetido primero de primaria. Había viajado en autobús, de pie en el pasillo, rodeada del olor de mis excrementos y de los insultos de mis compañeras.
Había llegado a un grado de desesperación que me puso al borde de la muerte, y logré evitarla ante la promesa de mi madre: «Mi'jita no tiene que volver».
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Y comencé una nueva vida en un centro escolar lleno de ruidos e infraestructuras deficitarias.
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Un profesor con barba tupida me dio la bienvenida y eligió un asiento para mí, junto a un niño que se presentó como Antonio, y le sonreí.
Quizás porque eso sucedió a la avanzada edad de diez años, pude entender mejor cómo funcionan las cosas. Hay un horario, hay asignaturas, hay clases de educación física y días para hacer manualidades, aunque aquí lo llaman arte.
Observo la vida, como la he observado siempre, desde lejos, como si no fuera conmigo. Aunque a veces, la vida se cruza en el camino y no hay como apartarla.
El primer día de educación física te vi. Eras tan nueva como yo misma. Con tus rizos dorados, tus ojos verdes detrás de las gafas de pasta, tu maillot y tus mallas rosas. Te envidié. Sí, eras la niña de las buenas notas, que habita en la urbanización con jardines cuidados, repletos de árboles. La niña que va a clase de ballet.
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Recuerdo, como si fuera hoy, nuestra primera conversación. Aquel primer día de educación física con don Mariano. Él, vestido con pantalón de tergal de un espantoso color beige oscuro y suéter de lana; al cuello, su silbato de metal. Y nosotras en la fila desordenada y caótica, de aquel colegio desordenado y caótico donde el profesor insistía, de palabra que no con el ejemplo, que el chándal era necesario los días en que teníamos gimnasia.
A nosotras, venidas de dos distantes colegios ubicados en urbanizaciones de lujo, nos habían matriculado en aquel colegio excepcional para iniciar una nueva vida que incluía, entre otras cosas extraordinarias, escuchar a la infancia con respeto y compartir el aula con compañeros varones.
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—No sé saltar el plinto —confesaste en mi oído.
—Yo tampoco —respondí, añadiendo—. En mi otro colegio nunca hice gimnasia.
La vida se abrió paso entre nosotras y nos hizo mejores amigas de la infancia.
Me hablaste de tu madre, me explicaste que el cáncer de mama se la había llevado de este mundo y que por eso llegabas tarde al principio de curso. Yo no te dije nada. Apenas tenía diez años recién cumplidos y no sabía que hay un protocolo para esos casos.
Hasta ese día sentía una infinita lástima de mí misma y envidia de las otras vidas, que imaginaba felices y perfectas. Pero allí estabas tú. Atesorabas todo lo que para mí era inalcanzable y, sin embargo, allí estabas tú. Un golpe de realidad.
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Una niña de nueve años, enseñándome a poner mis prioridades en orden, pero nadie lo reflejó en mis calificaciones del primer trimestre.
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