Un niño observa a su plato de macarrones con tomate :: HOY

Comer en las Escolapias

En los antiguos internados nadie protestaba en el comedor

Lunes, 3 de diciembre 2018, 08:04

Una monja vigilaba con autoridad y eficacia el comedor de las alumnas internas de las Escolapias de Mérida. Era una sor fría que no gritaba, pero controlaba con precisión y firmeza aquel gran salón repleto de muchachas desayunando, comiendo, cenando... Bastaba que la monja vigilante dijera tu nombre para que bajaras la cabeza y te aplicaras con la comida. Una vez sirvieron torreznos churruscados y las internas pretendieron escapar al ojo de halcón de la sor arrojándolos hacia donde estaban los carros con los platos usados de la sopa. La monja vigía no se inmutó, pero al llegar el postre, recorrió las mesas obligando a las lanzadoras de torreznos a recogerlos de los platos usados y a comérselos.

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Sucedió también que las internas mayores empezaron a decir que la miga del pan no debía comerse porque engordaba mucho y las chicas, adolescentes al fin y al cabo, querían tener buen tipo, así que arrancaban la miga, hacían una bola con ella, se la guardaban en el bolsillo del guardapolvo y comían solo la corteza. Pero no consiguieron engañar a la monja alférez: al salir, las estaba esperando en la puerta del comedor, registraba a las que llevaban bolas de miga de contrabando y las obligaba a comérselas allí mismo.

El otro día estuve en el colegio Paideuterion de Cáceres. Ha cambiado mucho, tanto como las Escolapias de Mérida. En mi antiguo colegio, el Paidu, ya no hay internos ni tiemblan los alumnos aterrorizados al escuchar la voz tronante del director de mi época, don Aurelio Luna Soto (jamás olvidaré su nombre ni sus dos apellidos). En el Paideuterion, los alumnos internos comían todos los días cocido. No había otra cosa y se lo comían sí o sí. En los patios y las aulas, a partir de la una, olía siempre a garbanzos con todo.

En la Universidad Laboral de Zamora, el vigilante del comedor era don Paco, un hombre bajito y fuertote que te hacía comer de manera expeditiva: al primer mohín de desagrado, capón y tentetieso. Los daba con maestría, eran golpes suaves, pero te producían un dolor tan intenso y desgarrador que los internos sospechábamos que había hecho algún curso de tortura para poder manejar con solvencia un comedor con 300 muchachos.

Cuando llegué a estudiar a Salamanca, pasé dos años en el colegio mayor Hernán Cortés hasta que me expulsaron, no por comer mal, sino por hacer campaña política contra el director, candidato a senador por Alianza Popular en las elecciones del 77. Nos echó a 50, pero allí la cosa ya empezó a degenerar. Se comía muy bien, podías pedir una botellita de vino Campo Viejo previo pago y lo único que desentonaba era que la ensaladilla y los filetes de carne picada no se llamaban rusos, sino ensaladilla nacional y filetes españoles. Por rebelarnos frente a la gastronomía patriótica, nos echaron a la calle.

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Como ven, antes, nos educaban en una cocina de combate en la que comías o comías, sí o sí, sin rechistar, protestar ni escaquearte. De esa educación estricta de comedor con torreznos, migas de pan y ensaladillas nacionales, hemos salido unos hombres y unas mujeres que comemos lo que nos echen, nos gusta de todo, no sabemos de pamplinas, melindres ni pamemas. Quien ha comido un torrezno churruscado y frío empapado en sopa de otro come después lo que le echen.

Vayan ahora ustedes a casa de algún conocido, reparen en sus nietos, fíjense en alguna comida familiar en un restaurante... Gritos, llantos, negativas... Ahí sí que hay pamplinas, melindres y pamemas. Niños que comen todos los días lo mismo, como en el Paideuterion de los 60, pero no cocido, sino espaguetis, filetes de pollo y poco más.

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En los comedores escolares, no esperen monjas estrictas vigilando ni un don Paco sacudiendo capones. No se trata de eso, claro que no, pero la estrategia materna de lentejas, si quieres las comes y si no, las dejas... para la cena, funciona. O nos ponemos serios o en el futuro solo comeremos croquetas y san jacobos.

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