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Aquí un cómplice de genocidio

APENAS TINTA ·

Martes, 8 de septiembre 2020, 11:51

Como seguramente conocen porque ha sido una noticia que le ha disputado espacio al coronavirus, el pasado jueves, Rodolfo Martín Villa, que fuera ministro del Interior con la UCD, estuvo declarando en el consulado de Argentina en Madrid ante la juez de ese país, María Servini. La razón de esa declaración es que Servini instruye la querella de una asociación española que considera que ese político y otros de la Transición cometieron crímenes de lesa humanidad. Es precisamente la consideración de su especial gravedad la que permite que esa causa por hechos de hace 40 años esté viva, pues la asimila al delito de genocidio, que nunca prescribe y cuya persecución interesa a la justicia universal, de ahí que sea la Administración de justicia de cualquier país la que pueda impulsar su investigación. En este caso, un juzgado argentino.

La declaración de Martín Villa –voluntaria; es relevante este hecho porque significa que podía haberse negado– ha generado numerosos artículos, la mayoría poniendo de manifiesto el estupor que suscita que a la Transición del franquismo a la democracia en nuestro país se le pueda motejar –siquiera sea como hipótesis judicial– de genocidio.

Ni que decir tiene que los familiares de las personas que murieron a manos de la policía o de grupos de incontrolados que los demandantes relacionan con el Estado tienen todo el derecho a reclamar ante la Justicia. Faltaría más. Pero otra cosa bien distinta es considerar que esas muertes fueron parte de un plan genocida impulsado por el Estado. Genocidio es «la aniquilación o exterminio sistemático y deliberado de un grupo social por motivos raciales, políticos o religiosos». Para entendernos, lo que hicieron los nazis con los judíos; los jémeres rojos en Camboya; los hutus con los tutsis en Ruanda o, en los últimos meses, la persecución sobre los rohingya en Myanmar. Si algo parecido fue lo que aconteció en España durante la Transición, este asunto ya no es de unos familiares de víctimas tratando de que se haga justicia, sino que atañe a todo el país y a cada uno de nosotros como ciudadanos. La demanda que investiga la juez Servini me pide cuentas a mí –y a usted– porque si efectivamente aquí hubo un genocidio no tengo más remedio que preguntarme por qué yo no estaba haciendo nada para tratar de evitar las atrocidades que cometía el Estado. Si, además, defiendo la Transición como la época en que pasamos de la dictadura de Franco a la democracia, sin que haga variar el resultado las muertes de naturaleza política que hubo –algunas, efectivamente, a manos de la policía–, resulta que esa demanda me acusa de ser adepto a un régimen genocida y cómplice de él en cuanto que lo aplaudí y lo sigo aplaudiendo. Y, miren, no. Hasta aquí llego: yo estaba allí y vi lo que vi. Y lo que vi no fue precisamente un genocidio, sino una operación política dirigida precisamente a disipar para siempre la posibilidad de que en España hubiera un genocidio. Todo ello con un abrumador apoyo de la sociedad, a la que con demandas como esta empiezo por sentir que se le falta al respeto.

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