El confinado perfecto

Soy un gran confinado. No me habrá visto en el súper, no tengo perro ni segunda residencia. El miedo me convierte en un prisionero complaciente. Llevo mal hasta lo de salir de casa para ir a trabajar.

Pero hasta ahí. Suspendo en todo lo demás que rodea a este 'escape room' sin solución. No salgo al balcón a las ocho, ni tengo balcón ni tengo ganas. No tengo un horario milimetrado que me ayude a poner orden a mi cerebro. Me levanto tarde, normalmente a la hora que el Gobierno anuncia que los muertos bajan sin prisas y los infectados, los futuros muertos, siguen en un nivel dolorosamente insoportable, y me acuesto más tarde todavía. Me gustaría decir que es porque me hecho cliente premium de un portal porno, lo que no es mentira, pero en realidad el tiempo lo mato en Netflix.

No hago deporte en casa aunque tengo una bicicleta estática y no leo porque me cuesta concentrarme. Cocino algo más que hace un mes, pero no experimento ni subo fotos. Hice pan obligado por la confinada que comparte mis días, pero entre que la levadura era de pastelería y la harina no era de fuerza, el resultado final tenía una densidad más parecida a la del turrón que a la del pan de masa madre.

No hago videoconferencias. Llamo algo más a mis padres, que están lejos, pero terminamos hablando de que en la residencia del pueblo de mi madre el coronavirus ha matado a todos los mayores de la residencia, alguno con mis apellidos, y cuelgo rápido.

Si me pregunta, le contestaré que no estoy bien. Sinceramente. Pero es que no necesito estar bien ni de buen humor, ni siquiera necesito que la televisión me decore un mundo que no reconozco y una economía que no me creo. Solo necesito que salven a los míos de esto, que de organizar mi vida ya me encargo yo. Gracias.