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807 costureras

Carta de la directora ·

Manuela Martín

Badajoz

Sábado, 16 de mayo 2020, 22:41

HOY publicaba en la edición de ayer un reportaje de Miriam Fernández Rúa que contaba a nuestros lectores los entresijos de la operación Alpha, una iniciativa destinada a fabricar batas de protección para los sanitarios que luchan contra la Covid 19. Las protagonistas de la información eran las 807 mujeres extremeñas que, desde que estalló la pandemia, se han dedicado a coser en su casa esos equipos de protección que tanto han echado de menos médicos, enfermeros y cuidadores en las primeras semanas de la crisis.

Les confieso que estoy tan harta de las peleas políticas, de las mezquindades que nos sirven a diario desde todas las trincheras, que me agarro a estos reportajes como un náufrago a una tabla de salvación. Si en estas semanas 807 costureras repartidas por los pueblos extremeños están regalando su saber y su tiempo a coser batas para proteger a quienes batallan contra la enfermedad es que no todo está perdido. Es que este país sigue mereciendo la pena a pesar de quienes se dedican a embarrarlo, a enfrentarnos, a sacar tajada del dolor.

Admiro a los sanitarios que se están jugando el pellejo intentando que la cifra de muertos no siga subiendo, a los cuidadores que atienden, asean y consuelan a esos ancianos varados en unas residencias que han resultado ser una trampa mortal en ocasiones. Pero admiro más si cabe a estas 807 mujeres. A las costureras voluntarias. Las admiro porque ninguna tenía la obligación de ponerse a coser gratis para paliar la falta de batas y lo han hecho. Enternece ver la fotografía de Ángela Boyero a sus 84 años, sentada en una de esas sillas bajas que usaban nuestras madres y abuelas para coser. Se le ve trabajando absorta sobre la tela que sus puntadas convertirán en una bata destinada a proteger a esos sanitarios que, en el hospital, intentan curar a ancianos como ella.

Miriam nos cuenta en el reportaje que muchas de esas 800 mujeres que se han sumado al proyecto fueron expulsadas hace años del mercado laboral porque las cooperativas textiles en que trabajaban no podían competir con los precios de China. Todos, empresas y consumidores, nos subimos entusiasmados al carro de la ropa barata. Un chollo que los chinos o los paquistaníes fabricaran para nosotros moda tirada de precio mientras desaparecía el sector en España. Incluso en Béjar, una ciudad famosa por sus textiles, se han puesto a fabricar estos días mascarillas en sus antiguos talleres.

Los dos últimos meses nos han enseñado que la globalización, tan fantástica porque nos permite pasar unas vacaciones en una remota playa filipina a precios ridículos, tiene su lado oscuro cuando las cosas vienen mal dadas y dependemos de China para que nos surta a toda prisa de respiradores, batas, mascarillas y guantes. Y hasta nos engañan los intermediarios.

Quizá la globalización no tenga marcha atrás, ni siquiera sus efectos más indeseados, como que España no sea capaz de fabricar material clave en una crisis sanitaria como la que vivimos. Y tampoco es probable que los talleres que fueron desapareciendo de los pueblos empujados por la feroz competencia china se reabran y vuelvan a emplear a cientos de mujeres en España. Pero lo que nunca podrán quitarle a estas mujeres es la satisfacción de haberse arremangado para ayudar justo cuando más se necesitaba su habilidad con la aguja y con la máquina de coser. Todos, empezando por esos políticos que reparten su tiempo entre insultar al adversario y cultivar sus egos, deberíamos quitarnos el sombrero ante ellas.

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