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La escena fue relatada en periódicos de toda España por su crudeza y el cinismo del asesino. Pasadas las once de la mañana del 22 de febrero de 1926 un guardia civil que patrullaba la localidad de Campanario escuchó los gritos de una vecina.
La mujer estaba tan afectada que no fue capaz de decirle qué pasaba, solo le señaló una casa cercana. Cuando el agente entró, vio a un joven golpeando con un martillo a dos mujeres, que permanecían inmóviles en el suelo. Una de ellas estaba visiblemente embarazada. El atacante golpeaba una y otra vez sus cabezas hasta que quedaron destrozadas y la habitación empapada en sangre. Cuando el guardia civil le preguntó qué había sucedido, el asesino se dio la vuelta y le reprochó: «A usted no le importa esto, son cuestiones de familia».
Esta frase y el conocido como crimen de Campanario se hicieron famosos. El responsable de los hechos fue un joven llamado Antonio. Vivía independiente de su familia, pero tenía problemas de dinero. Una mañana se acercó a la casa de su hermana Antonia.
Ella estaba embarazada, solo le faltaban unas semanas para dar a luz a su primer hijo. En la vivienda en esos momento solo la acompañaba su madre, y la del homicida. Se llamaba Inés y era viuda. El marido de Antonia (la hermana) había salido pronto para ir a trabajar.
A las once de la mañana llegó Antonio y se encontró en el recibidor con su hermana. Sus intenciones de inicio no eran buenas porque se presentó en la casa con un martillo y unas tenazas de herrero. Le exigió a su hermana una cantidad de dinero y ella se negó a pagarle. El joven insistió, la embarazada volvió a decir que no, y Antonio lanzó un golpe con el martillo. Alcanzó a Antonia en la sien y la embarazada cayó al suelo inconsciente.
Abatir a su hermana no dejó tranquilo a Antonio, que comenzó a golpearla en el suelo. Todos los golpes fueron a la cabeza. La madre (Inés) de ambos apareció en la entrada de la vivienda y trató de impedir que su hijo siguiese golpeando a su hermana. «No falta más sino que ahora me mates a mí también», le dijo.
Sus ruegos no funcionaron. Con el mismo martilló asestó a su madre un fuerte golpe en la frente. Con las dos mujeres en el suelo, y aunque Inés trataba de levantarse gritando, el homicida no paró y siguió con el ataque.
Los gritos de auxilio de esta mujer alertaron a una vecina, que se acercó y vio la agresión porque la puerta estaba entreabierta. No se atrevió a entrar y comenzó a gritar pidiendo ayuda. La escucharon un guarda urbano y un guardia civil. El segundo fue el primero en llegar a la escena y comprobar la gravedad de los hechos. También escuchó sorprendido el argumento del homicida de que era un asunto familiar.
Las dos mujeres estaban muertas. El médico forense indicó que les habían hundido a ambas los huesos parietal y frontal del cráneo. Las heridas en el caso de la madre fueron aún más graves. El informe indicó que tenía la cabeza «horriblemente destrozada». El bebé que estaba a punto de nacer también murió.
Cuando Antonio fue consciente de lo que había hecho dejó la actitud chulesca que había mostrado ante la Benemérita y se derrumbó. Sacó un bote con líquido del bolsillo y trató de bebérselo. Los guardias que habían acudido a la escena del crimen fueron capaces de pararlo, aunque se resistió. Tuvieron que atarlo para que no se hiciese daño porque estaba convencido de acabar con su vida.
Más tarde comprobaron que el líquido que trataba de beber era veneno, por lo que su intención había sido suicidarse y el crimen estaba planeado.
Cuando Antonio declaró, se conocieron más detalles de su plan. Quería que su madre le pagase 2.000 pesetas que según él le debía, y esa mañana también había avisado a su cuñado para que estuviese en la casa porque tenía la intención de matarlo a él también. Se salvó porque decidió marcharse a trabajar.
La conmoción fue tal en Campanario que el juez instructor decretó que se trasladase rápidamente al asesino a la cárcel porque los vecinos querían sacarlo de las dependencias de la Guardia Civil y lincharlo en la calle.
Sin embargo muchos residentes en Campanario se apostaron ante el edificio donde retenían a Antonio para evitar el traslado. A las tres de la mañana, la Guardia Civil logró que se dispersasen bajo la promesa de que no se lo llevarían del pueblo pero, en cuanto los vecinos se fueron a acostar, se llevaron al homicida a Villanueva de la Serena.
En el juicio, que se celebró solo diez meses después del crimen, la Fiscalía pidió la pena de muerte para Antonio por los delitos de parricidio, el asesinato de su hermana y el aborto del niño que no había nacido. En el proceso, sin embargo, se argumentó que este joven tenía epilepsia, lo que se consideraba un atenuante en esa época.
La epilepsia se confundía con los trastornos mentales que tampoco se atendían ni se evaluaban bien. Cuando en un juicio se consideraba que alguien tenía una enfermedad de este tipo, los testimonios de los expertos incluían argumentos como que era un degenerado o un débil mental.
También fue este el caso del crimen de Campanario. El director del manicomio de Mérida, que es cómo se llamaba entonces a los centros para trastornos mentales, testificó en el juicio. Calificó al responsable de los hechos como «un epiléptico hijo de otra epiléptica y un padre alcohólico». Concluyó que era un «anémico y un degenerado físicamente».
A pesar de la crueldad de la valoración, fue este testimonio el que le salvó la vida a Antonio. El tribunal le libró de perder la vida. Fue condenado a cadena perpetua por el asesinato de su madre y a 20 años de cárcel por el crimen contra su hermana y la muerte del que iba a ser su sobrino.
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