
El drama de la vendedora de la Plaza Mayor de Cáceres
Crónica Negra en Extremadura ·
En 1916 la vendedora más famosa de Cáceres era Mariquita Congregado, a la que asesinaron un hijo que era agente de la Compañía de Tabacos en Navalvillar de IborSecciones
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En 1916 la vendedora más famosa de Cáceres era Mariquita Congregado, a la que asesinaron un hijo que era agente de la Compañía de Tabacos en Navalvillar de IborMariquita Congregado era tan famosa en Cáceres hace un siglo que cuando murió, el 13 de septiembre de 1935, fue noticia de primera página del ... semanario Cáceres. Había sido vendedora de la Plaza Mayor y vivió un drama que conmocionó a los cacereños.
Era una de las mujeres que vendían fruta y verdura, sentada en una pequeña silla en los soportales de la Plaza Mayor. Colocaba su pequeño puesto antes del salir el sol, y allí pasaba la mañana soportando el frío o el calor. Era la que tenía más clientela porque era conocida su honradez. Vivía con su familia en una humilde casa en la zona de Camino Llano, y por la tarde amasaba allí unas tortas que vendía. Eran famosas, y todo el mundo las conocía como 'las tortas de la Congregado'. A partir del mes de julio de 1916, su simpatía y alegría se transformó en un terrible dolor al perder a uno de sus hijos de una forma violenta. Pasó a ser una triste mujer enlutada en su sillita de enea en los soportales de la Plaza.
Todo cambió para Mariquita Congregado la tarde del 13 de julio de 1916, cuando le dijeron que su hijo Joaquín Franco Congregado, de 28 años, estaba herido levemente en Navalvillar de Ibor al haber sido atacado por desconocidos cuando hacía su trabajo. Él era agente de la Compañía Arrendataria de Tabacos, empresa pública encargada de la gestión del monopolio estatal de la fabricación y venta de tabaco constituida en 1887 y que en 1945 se convirtió en la Tabacalera. Joaquín era una especie de policía que luchaba contra el contrabando de tabaco y, como tal, tenía un revólver Smith del calibre 14.
Cuando supo que su hijo estaba herido y que no podía regresar a Cáceres, Mariquita no dudó en ir a donde estaba para cuidarle. Con su marido Julián y su hermano Cayetano tomaron el tren de las nueve de la noche hacia Navalmoral de la Mata. A las dos y media de la madrugada llegaron a Navalmoral, y desde allí fueron andando hasta Navalvillar de Ibor. Llegaron a las cuatro de la tarde de un caluroso 14 de julio, después de trece horas de atravesar un terreno abrupto.
Los agentes de la Compañía Arrendataria de Tabacos trabajaban en pareja, y en el pueblo encontraron al compañero de su hijo, a Cipriano Sánchez del Monte, de 40 años, también de Cáceres, que le dijo a la madre: «Su hijo está ya en el cementerio, no sabemos quién ha sido, ni cómo ha sido».
En el cementerio, en unas parihuelas sobre una saca de paja, Mariquita encontró a su hijo muerto, con la cabeza destrozada de un tiro. Llevaba casi dos días muerto; cuando le dijeron que estaba herido era mentira. No quisieron asustarla diciendo la verdad. Al ser verano, estar el cadáver en estado de descomposición, y siendo muy difícil llevarlo a Cáceres, el cuerpo del pobre Joaquín tuvo que ser enterrado en el cementerio de Navalvillar.
Mariquita no creyó la versión del compañero de su hijo, de Cipriano, y contrató al famoso abogado y periodista cacereño José Ibarrola para que se averiguara la verdad. Ella sabía que algo raro pasaba porque su hijo no quería seguir con Cipriano, quería cambiar de destino, irse a La Coruña. Mariquita le pidió a Cipriano que convenciera a su hijo para que siguiera trabajando en la provincia de Cáceres, y le extrañó la respuesta de Cipriano: «Su hijo no irá a La Coruña, aunque más le valdría».
Según la primera versión de lo sucedido, contada por Cipriano, los dos agentes y el guía Domingo Hoyas Labrador fueron atacados a cuatro kilómetros de Navalvillar de Ibor a primera hora de la noche del 12 de julio de 1916. Venían de Robledollano, los tres hacían el camino a pie en hilera. El primero era el guía, que llevaba las caballerías, luego Joaquín y en último lugar Cipriano; cuando a eso de las nueve y media, en un lugar llamado 'Rostro' y mientras estaban cruzando un regato, sonó un disparo y Joaquín cayó al suelo con la cabeza destrozada. Estaba moribundo y le llevaron como pudieron al puente sobre el río Ibor, a un kilómetro de Navalvillar. Pidieron ayuda, llevaron a Joaquín al pueblo y allí murió a las cinco de la madrugada. El guía, que iba el primero, dijo que él no había visto nada, que era de noche.
Esa versión extraña, porque sólo hubo un disparo y no fueron robados, se desmontó cuando se supo que el disparo se había hecho a muy poca distancia, por la espalda, y que la bala que le mató era de un revólver Smith del calibre 14, el arma reglamentaria de los agentes. Cipriano dijo en un principio que su revólver tenía las seis balas, pero había sido fácil para él poner una nueva que sustituyera a la que disparó.
Acorralado, Cipriano confesó que era cierto que le había matado él, pero que fue un accidente. Dijo que era de noche, que había notado que alguien les estaba siguiendo, y decidió sacar su revólver para disparar al aire para evitar un asalto, pero con tan mala suerte que el arma se disparó antes de tiempo.
José Ibarrola encontró la forma de demostrar que había sido un asesinato, que el pobre Joaquín se quería ir a La Coruña para no participar en algún 'negocio' fuera de la ley de su compañero. Aportó testigos que declararon que habían visto discutir a los dos agentes.
El juicio por asesinato tuvo lugar en noviembre de 1917 en la Audiencia Territorial de Extremadura, en Cáceres. El periódico El Noticiero señaló que la sala de vistas estaba llena de gente al ser la madre del asesinado tan conocida en Cáceres, y mucho público no pudo entrar, quedando fuera.
Se alabó la oratoria del abogado de la acusación particular, de José Ibarrola, que hablando a los miembros del jurado dijo que él representaba «el dolor intenso de una familia trabajadora y honrada de Cáceres, en cuyo santo hogar ya no volverá a entrar la alegría, porque una mano criminal arrancó la vida de su hijo». El letrado se fue creciendo en su discurso hasta terminar, casi gritando, que él no pedía nada más que justicia; y entonces el público de la sala empezó a corear: «¡Justicia! ¡Justicia!».
Cadena perpetua fue la condena para el malvado Cipriano.
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