En la época de Alfonso XIII, el Viernes Santo tenía lugar en la capilla del Palacio Real, la ceremonia de Adoración de la Santa Cruz, en la que se daba la posibilidad al rey de indultar a reos condenados a muerte, conmutándoles esa pena por ... la de cadena perpetua. La ceremonia era de lo más vistosa, viendo lo que publicó el periódico 'Informaciones de Madrid', sobre lo ocurrido en 1910, cuando Alfonso XIII tenía 24 años:
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«Su majestad el Rey vestía uniforme de gala de capitán general, con condecoraciones portuguesas, y el infante D. Fernando el de comandante de Lusitania, cruzando el pecho la banda tricolor de San Benito, Santiago y la Torre y la Espada.
Iban en la comitiva SS. AA. las infantas doña María Teresa y doña Isabel, y en pos de ellas la duquesa de Pinohermoso y la marquesa de Castelar, damas de guardia.
Las reinas doña Amelia, doña Victoria y doña María Cristina ocuparon en la capilla la tribuna baja, con los condes de Figueiroo, marqués de Aguilar de Campoo, duquesa de San Carlos y condesas de Almodóvar y Aguilar de Inestrillas.
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Ofició el nuncio de su Santidad, monseñor Vico, terminando con la solemne procesión del Santísimo por el interior de la iglesia. El acto de la adoración de la Cruz resultó emocionante. Un cantor de la Real Capilla, que sin duda lo presenciaba por primera vez, estuvo a punto de sufrir un desvanecimiento.
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Su majestad el Rey abandonó la cortina para ir al centro de la iglesia; avanzó hacía la cruz yacente, haciendo las genuflexiones de rúbrica; adoró la Cruz, dejando una onza de oro en la bandeja, e hizo el indulto de los reos de muerte.
El limosnero mayor, D. Mariano Perales, entregó al obispo de Sión la bandeja de plata que contenía las abultadas causas, que aparecían atadas con cinta negra, emblema de la muerte.
El prelado, a su vez, se las mostró al Monarca, diciéndole:
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–Señor, ¿Perdona Vuestra Majestad a estos reos, condenados a muerte por la justicia humana?
Don Alfonso XIII, puesta su diestra sobre los expedientes, exclamó con voz sonora:
–Que Dios me perdone como yo les perdono.
En el momento de pronunciar S. M. el Rey las palabras de perdón, la cinta negra fue sustituida por otra blanca, emblema del indulto concedido.»
Si en otras ocasiones en esta ceremonia el Rey había indultado a 7 u 8 condenados a la última pena, en ese año de 1910 los indultados fueron 23. Uno de los expedientes que cambiaron su cinta negra por la blanca fue de un cacereño: Justo C. V. de 27 años, casado, labrador, natural de Garrovillas (así se llamaba la localidad por aquella fecha, pasando en 2001 a ser Garrovillas de Alconétar). El garrovillano indultado había matado a cuchilladas a su madre.
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Entre los perdonados ese año, además del cacereño estaban: Cinco vecinos de Dos Torres (Córdoba) que mataron a un convecino para robarle; mientras uno le estrangulaba con el lazo de una cuerda, otros le apuñalaron y uno le dio dos disparos. También tres jornaleros de Valladolid que entraron a robar en una casa matando a hachazos al matrimonio y a su hija de 13 años. Además fueron indultados tres asesinos de Gerona que entraron a robar en otra vivienda matando al padre de familia. Otros tres que se libraron de la muerte saquearon una ermita de Palencia, matando al ermitaño al que torturaron sentándole desnudo en un brasero hasta que dijo dónde guardaba 1.200 pesetas. Otros dos que tuvieron el perdón eran jornaleros de Málaga que terminaron con la vida de un muchacho de 12 años para quitarle una mula con una carga de harina. Entre los indultados había dos mujeres, guardabarreras de Toledo, que asesinaron a una compañera a la que después de intentar cortarle la cabeza con una hoz la mataron a tiros. Hubo un parricida como el de Garrovillas, un labrador de Logroño, de 23 años, que mató a hachazos a su padre cuando los dos estaban trabajando la tierra. Otro indultado fue un estudiante de Soria, de 27 años, que degolló a sus hermanas de 9 y 12 años cuando dormían en la cama.
Del crimen cometido en Garrovillas no hemos encontrado mucho escudriñando en los viejos periódicos. Solo que ocurrió el 20 de marzo de 1909 en la localidad de Garrovillas que entonces tenía 6.700 habitantes (ahora cerca de 2.000). Justo, labrador de 27 años, casado, fue a la casa de su madre a pedirle dinero prestado. Ésta se lo negó y su hijo acabó con su vida. Aprovechó que la madre estaba sentada en una silla, le sujetó las manos y según los diarios «la cosió a puñaladas».
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Es algo curiosa la expresión que hemos leído en más de diez periódicos de la época, sobre el motivo de haber matado el de Garrovillas a su madre, que se llamaba Juliana. En todos los rotativos escribieron: «El crimen fue por diferencias de intereses».
El jurisconsulto cacereño José Ibarrola recordó este crimen en sus crónicas judiciales de los años 30, publicadas en 'Nuevo Día'. Tras comentar lo desacertado del nombre del criminal, Justo se llamaba, escribió:
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«Es el parricidio, y sobre todo cuando la víctima es la madre, el crimen de los crímenes; el más horrendo de los delitos; el que levanta en derredor un grito de extraordinaria reprobación. Dante coloca a los parricidas como traidores de su propia sangre. 'El que mate o maldiga a sus padre, désele muerte' escribió el legislador hebreo. Los romanos arrojaban a los parricidas al mar, encerrados vivos en un saco de cuero con un gato, una culebra y un mono. Orestes, siempre errante sobre la tierra, perseguido por las Furias, atormentado por los remordimientos, afligido por la demencia, es la mejor expresión del sentimiento con que la antigüedad clásica condenó al parricida, que niega a un tiempo la ley divina, la ley moral y la ley natural».
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