![Juan López-Lago: Cuatro días, tres noches](https://s3.ppllstatics.com/hoy/www/multimedia/201708/22/media/cortadas/115528369-kKSF--624x351@Hoy.jpg)
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Miércoles, 23 de agosto 2017, 08:33
Ahora están de moda los deportes de aventura, una opción más del amplio catálogo de actividades extraescolares y reclamo de los sofocantes campamentos urbanos veraniegos. Yo la palabra aventura la descubrí cuando a mi padre lo paraban amigos de juventud y se dirigían a mí, que apenas levantaba un metro, y me decían «con tu padre sí que he vivido yo aventuras».
Me hablaban de la 'Operación camello', que consistió en aprovechar unas vacaciones para bordear el Mediterráneo, con escala en una cárcel libia incluida, en un jeep de los años sesenta. Interesado por aquellas peripecias veraniegas, mi padre un día recorrió con su dedo el itinerario sobre un mapa y al instante le pregunté si había que viajar tan lejos para ir de aventura. En absoluto, me respondió. A continuación buscó una carpeta marrón de donde salieron fotos en blanco y negro y referencias en el Diario HOY y otros periódicos de la operación Pato Salvaje, cuyas novedades llegaban por telegrama y se anunciaban en una pizarra de la calle Santa Eulalia de Mérida.
Consistió, creo recordar que a principios de los setenta, en bajar en piragua el río Guadiana desde las Lagunas de Ruidera hasta Ayamonte. En toda narración de estas vivencias suele haber algo de exageración y a mí me hicieron creer que este grupo de emeritenses fueron los primeros en lograr aquella gesta. Si fueron pioneros o no es lo de menos. Lo importante es que al cumplir los once años fui propuesto por mi padre para reeditar con él aquella aventura.
Fue en una versión a escala, pues el Guadiana ya había sido domesticado y estaba represado en todo su curso, lo que hacía imposible el avance de cualquier embarcación. Nuestro punto de salida fue la presa de Montijo y el de llegada Badajoz, cuando no había azud y solo lo cruzaban dos puentes. En total, cuatro días y tres noches en una barquita de fibra propulsada a remos. La tripulación la completaban dos de mis tres hermanas pues la más pequeña, recién cumplido un año, le tocaba quedarse en casa. De los tres niños que embarcamos con él, todos tuvimos que superar una prueba consistente en cruzar a nado de orilla a orilla Proserpina. La tercera en edad casi perece, pero lo consiguió por cabezonería, para no quedarse en tierra como propuse yo, diría que por celos, no porque no confiara en ella.
Como si fuera un ritual, dos días antes de zarpar mi padre trajo unas sandalias cangrejeras como las que usó él. Nos sentó frente a un plano de la Confederación Hidrográfica, trazamos el itinerario para no desviarnos en los innumerables brazos que tiene el Guadiana entre Lobón y Montijo, acopiamos productos antimosquitos, saco, linterna, gorra, bañador, dos mudas... nos sorprendimos al hacer una mochila tan ligera que solo cuando estábamos remando lo comprendimos. Y llegó el día en que mi madre nos despidió con la idea de recogernos cuatro días después aguas abajo.
La más pequeña de las tripulantes tenía siete años. Yo no sé remar papá, dijo nada más botar la barca. No te preocupes que tienes cuatro días para aprender. Y así, en turnos de 45 minutos, descendimos el Guadiana a favor de su mansa corriente. Porteábamos la embarcación cuando aparecía un badén, nos saludaban pescadores, nos bañábamos, con una pica marcada con tres colores informábamos desde la proa de la profundidad para evitar encallar, parábamos a robar peras para ponerle postre a las latas de atún y sardinas, y al atardecer oteábamos ambas orillas en busca de un lugar donde acampar con la barca amarrada a un sauce.
Si echo la vista atrás y trato de recordar algún verano inolvidable solo aparece este y ocurrió en Extremadura.
Años después se han repetido sucesivos descensos del Guadiana. Con mi padre lo han bajado primos y primas mías que iban entrando en la edad para este tipo de aventuras. Alguno empezaba con escarpines de neopreno y acababa calzado con unas cangrejeras que todavía guardan de recuerdo.
Uno de estos primos pequeños vive en Madrid, se casó el año pasado y mi padre le entregó una carpeta de fotos de su descenso a mediados de los noventa. Por la mirada que detecté en él juro que aquel fue el regalo que más ilusión le hizo, por no hablar de la envidia que despertó aquel recuerdo entre sus amigos enchaquetados, recién convertidos en hombres con trabajo, todos adultos y sabedores de que ya jamás podrán vivir una aventura de verdad, que son las que tienen lugar de niño y el Guadiana se convierte en el Amazonas. Mi padre lo sabe, por eso este verano le toca enseñar a remar a sus nietos. Tendrán cuatro días y tres noches por delante para aprender.
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