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Jueves, 8 de septiembre 2022, 12:47
Cuando yo era niño (de esto hace ya más años de los que yo quisiera), mis padres, mis abuelos, mis mayores, y en general la gente de entonces, solían darme un consejo que yo creo que explica algo muy significativo de la mentalidad de aquella época. Me decían: «No des que hablar», «no te signifiques», «no llames la atención». Nada que ver, desde luego, con ciertas tendencias actuales, donde tantos y tantas se esfuerzan y cifran el éxito personal en dar que hablar, en significarse, en llamar la atención. Y ese consejo, que entraña una visión moral de la vida y del mundo, está para mí relacionado con otro, que es acaso el mejor consejo que yo haya recibido nunca. «Haz las cosas con jeito», me decían a menudo mis padres, sobre todo cuando hacía algo de mala gana, o de cualquier manera, o lo dejaba a medio hacer.
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Cristina Núñez María José Torrejón
He hablado ya muchas veces de esta palabra, y no me canso de hacerlo, porque hay pocas palabras de un significado tan hondo, tan palpitante, tan extraordinario como esta. Esa palabra no existe ni tiene un equivalente en español. En Alburquerque, como en toda la Raya, hubo siempre mucho contrabando. Y, entre otros productos, también había contrabando léxico. Era un gusto oír hablar a aquella gente en una graciosa mezcla babélica, donde a menudo el español ponía la letra y el portugués la música. Pues bien, jeito es una palabra tomada del portugués, de «jeitu», que significa «disposición, actitud, gesto, modo, manera, con que se hacen las cosas». Esa palabra es una construcción semántica maravillosa, comparable a una catedral. Es el resultado de muchos siglos de vida, de civilización, de refinamiento moral y cultural. De la misma raíz proviene el gallego xeitoso, «gracioso», «gentil». Hacer las cosas con jeito es, por consiguiente, hacer las cosas bien, con gracia, con gentileza, con cuidado y esmero, y no tanto por un interés inmediato sino porque sí, por el gusto de hacerlas bien, por el orgullo del trabajo bien hecho, por la satisfacción de poner lo mejor de uno mismo en lo mínimo que se haga, como dice Pessoa.
¿No habéis visto en el campo esas paredes de piedra seca construidas por gente anónima muchos años atrás? Yo vi levantar algunas en mi infancia y recuerdo el cuidado con que el artesano, casi orfebre, elegía y encajaba las piezas. Cualquier pared medianamente sólida habría servido para cercar una tierra. Pero no: había que hacer las cosas con arte, con finura, con jeito. Ese era el añadido que confería brillo al instante, que hacía único e irremplazable al artífice. Con jeito se tejían los pobres sus humildes capotes de juncos para protegerse de la lluvia (y que tenían un empaque de capas pluviales en día de gran liturgia), o los garlitos para pescar en los regatos, cuyo diseño y pompa parecían más hechos para atrapar tritones y sirenas que no los insignificantes bordayos y colmillejas que se estilaban por allí. Eso es el jeito. El niño, que juega en soledad y se esmera en lo suyo, sin necesidad de ser mirado ni admirado, nos resulta jeitoso. Y también lo es Sócrates, y con qué profunda levedad, cuando aprende a tocar un aire de flauta en su última noche de condenado a muerte. «¿Por qué, maestro, si vas a morir en breve?» «Por el gusto de saber algo más antes de morir», fue la respuesta de Sócrates. De niños nos decían que había que hacer las cosas siempre bien porque Dios nos estaba observando y juzgando en cada instante. Pero a los que no somos creyentes nos debería bastar con el valor que de por sí tienen las cosas bien hechas para hacerlas por eso mismo lo mejor que sepamos. Óscar Tusquets analiza obras arquitectónicas antiguas donde hay detalles magníficos en emplazamientos recónditos, que escapan a la mirada del curioso. ¿Para qué se hicieron entonces, y por qué tanto afán en algo que nadie lo va a ver? Y aquellos artistas y artesanos decían: «Dios lo ve». Sí, es un placer trabajar con jeito, hacer las cosas lo mejor posible, aunque solo sea por ese anhelo de perfección que late en lo más profundo del alma. Pero es que, además, como es fácil deducir, en esa palabra hay todo un programa político y moral.
Quizá algunos de vosotros esperaban que viniese aquí a hablar del tren, de ese dichoso tren que nunca acaba de llegar a estas tierras. Pues sí, de eso precisamente voy a hablar. Porque, es oír hablar del tren, y a mí se me revuelven las entrañas, me da un sofocón, se me caen los palos del sombrajo. Una pregunta: ¿os imagináis que la mayoría de nuestros políticos (los de hoy, los de ayer, los de siempre) fuesen jeitosos? No hace falta decir que, si algo así fuese posible, ya hace tiempo que habría un tren digno para Extremadura. No hablo de un AVE: solo digo un tren digno. Pero no: Extremadura sigue estando muy lejos, es el Lejano Oeste, y esa lejanía es en verdad un oprobio, una humillación y una burla. Una más entre tantas que hemos sufrido en nuestra historia. Así que, a cuantos políticos y mandamases les corresponda responsabilidad en este desafuero y esta afrenta, les digo: Queridos políticos, iréis de cabeza al infierno. Pero no por haber sido perezosos, bebedores o puteros o codiciosos o serviles o cobardes o descreídos. No, eso Dios lo perdona. Iréis al infierno por no haber traído a Extremadura el tren que Extremadura se merece. Ese pecado sí es imperdonable, porque detrás de él está la persistencia en el pecado durante muchos años, y está la deslealtad, el desprecio, la injusticia, la arrogancia, la ineptitud… y por supuesto la absoluta y lamentable falta de jeito. Queridos políticos, en confianza y cordialmente: sois unos canallas.
Yo soy de Alburquerque, como muchos de vosotros sabéis. En 1960, mi familia, como tantas, emigró a Madrid. Íbamos en aquellos trenes de carbón que tardaban…bueno, a veces casi tanto como los de ahora. Y uno llegaba a Madrid con la cara manchada de carbonilla y los ojos llenos de asombro, de miedo y de esperanza. Así fue: así comenzaba aquella aventura, aquella tremenda desbandada que fue la emigración. Allí culminó lo que ahora se llama, como si fuese una novedad, la España vaciada. Ninguna región sufrió una emigración tan masiva como Extremadura. Los emigrantes no se fueron: los echaron de su tierra, de una tierra donde no había futuro para ellos ni para sus hijos, y donde, por eso mismo, eran poco menos que forasteros. Forasteros en su propia tierra. Recuerdo que una vez, hace muchos años, un librero de Cáceres (siento no recordar su nombre), que tenía su negocio en la Plaza Mayor, me dijo: «Los extremeños no tenemos pasado». «¿Y todo eso?», señalé yo la ciudad antigua. «Ese pasado no es nuestro», dijo él, «sino de los dominadores, de la aristocracia y la púrpura que señoreó aquí y esquilmó estas tierras». Queridos políticos de la edad contemporánea, es decir, de los siglos XIX y XX, todos los que fuisteis responsables y cómplices con la aristocracia y con la púrpura del abandono de estas tierras, donde tantas indignidades sociales se han dado cita, escuchadme desde el infierno: lo que fueron los sacamantecas, los hombres del saco, las pantarujas, los cocos y camuñas para los niños, lo habéis sido vosotros para los mayores.
Pero vengamos al presente. La Extremadura de hoy tiene poco que ver con la Extremadura que, por ejemplo, yo conocí de niño y no tan de niño, y no digamos la de nuestros padres y abuelos. La educación, la sanidad, las infraestructuras, el comercio, la cultura, la mentalidad, las formas de vida…, todo eso y más, convierten a Extremadura en una autonomía moderna y pujante como la que más. Y, sin embargo, los tópicos siguen vigentes, al menos en parte. Y es que los tópicos, cuando fraguan, cuesta muchísimo ya desmontarlos. Tópicos que vienen de muy atrás. Que vienen de Larra, por ejemplo, que entre otras lindezas dice que los extremeños somos «indolentes, perezosos, hijos del clima», pero obsequiosos, nobles y pacíficos. «Hijos del clima», dice, así, sin sonrojo, o como se dice coloquialmente, con un par. ¿Y qué decir de Unamuno? Unamuno viajó a Extremadura cargado ya de tópicos, y lo único que hizo fue confirmarlos, remacharlos. ¡Qué de generalidades y tontunas dice don Miguel sobre Extremadura! Por ejemplo, dice que el extremeño es, sobre todo, casinero. He aquí que alguien detecta al fin el gran mal que aflige a Extremadura: los juegos de azar. Esa pasión por el juego explica que de aquí hayan salido tantos conquistadores, razona Unamuno. Dice: «El Perú fue el tapete verde en que echaron sus cartas los Pizarro». Acabáramos. Ya me imagino yo a Hernán Cortés dudando ante el casino: «¿Qué hago? ¿Me echo una partidilla al cinquillo o me embarco para las Indias?» Los extremeños tenemos un carácter aventurero, nos dice Unamuno, algo que en tiempos nos hizo conquistadores y luego ludópatas.* ¿Cómo es posible, me pregunto, que se haya tomado en serio toda esa palabrería tan estrafalaria y ridícula? Y lo que digo de Unamuno, lo podría decir también de Ortega y de otros muchos. Eso sí, siempre hay unos elogios acerca de nosotros, elogios también tópicos y huecos, que están ahí como para compensar los daños.
Los tópicos son hijos de la pereza mental y de la estupidez. Son muy agradecidos, sí, porque quien se encomienda a ellos, ya no necesita pensar, ya está todo pensado. Pensado de una vez para siempre. Así que Extremadura es víctima de los tópicos, es decir, de la pereza mental y de la estupidez. Todavía hoy, hablando con unos y con otros, al saber que uno es extremeño, te dicen: «¡Ah, pues Extremadura es muy bonita!, ¡y se come muy bien!, ¡y los extremeños son muy majos!», donde late un halago que minimice los prejuicios que aún laten sobre nosotros. Dan ganas de responder: «Pero ¿tú estás tonto o qué?» O bien te dicen: «Pues en Extremadura hay muy buenos escritores», como si eso tuviese algo de sorprendente. Pues claro que hay buenos escritores. Y malos y regulares. Como en todas partes.
Y, sin embargo, ocurre que también nosotros, los extremeños, somos a veces víctimas de esos tópicos y prejuicios. Por mi parte, yo soy radical es esto, y creo que todos deberíamos serlo: ni un menoscabo más, ni una bromita más, ni una chorrada más sobre Extremadura y sobre los extremeños. Aunque solo sea por higiene mental, por no incurrir en la pereza y en la estupidez.
Solo una cosina más para acabar, que ya está bien de cháchara. Ya he contado muchas veces, y con mucho orgullo, que yo nací en una familia campesina. Mis padres, mis abuelos, mis tíos, todos sin excepción, eran campesinos. Apenas habían ido a la escuela. El tiempo justo para aprender malamente a escribir, a leer y a hacer las cuentas. Algunos eran analfabetos o semianalfabetos. En ninguna casa de mi numerosa familia había libros. Todos, sin embargo, respetaban mucho la cultura, respetaban a los maestros, respetaban el saber, y se esmeraban en hablar lo mejor que sabían y en comportarse con dignidad y educación. Pocas veces he conocido a gente tan digna y educada como los viejos campesinos.
Algunos podrían pensar que eran incultos. ¿Lo eran? Desde el punto de vista de la cultura académica, sí, pero desde el punto de vista de la cultura popular, no, de ningún modo. Mi abuela Francisca, por ejemplo, que era completamente analfabeta, no era en absoluta inculta. Había recibido, y ella lo había atesorado con fervor y talento, el legado de sus antepasados. Porque así es como se trasmite la cultura popular, y más aún la campesina, oralmente, de padres a hijos, de generación a generación, para que de ese modo no se pierda el caudal de sabiduría y de experiencia acumulado durante siglos.
Pues bien, yo recibí parte de ese legado oral, esa especie de libros hablados, y junto con ellos me llegó la música, la maravillosa música de nuestra lengua, la lengua popular (no la vulgar, sino la popular), que es donde más brilla el genio creativo del idioma. ¡Qué bien se hablaba en mi familia campesina! Daba gusto escucharlos. Y cuántas historias, canciones, versos, adivinanzas y sucesos y anécdotas del pasado sabían, y qué bien los sabían contar, porque lo habían aprendido de sus mayores, y estos a su vez de los suyos, durante siglos, de modo que esa lengua venía rebotando desde los tiempos de Cervantes, y de más atrás, y cada generación la iba puliendo y ensanchando según las necesidades de los nuevos tiempos. Mi modelo de buena escritura literaria, la mejor y la más brillante y emotiva, es la que sabe mezclar el lenguaje popular con el lenguaje culto. Así están escrito el Lazarillo o el Quijote, sin ir más lejos. En cualquier caso, mi mejor maestro literario ha sido y es el lenguaje popular que escuché de niño, a mi familia y a la gente del pueblo. Sin ese legado, yo no sería escritor, o al menos el escritor que soy.
Y luego, de adolescente, comencé a devorar libros, con la misma pasión y el mismo asombro con que escuchaba de niño las historias habladas de mis mayores. De modo que me considero muy afortunado, porque alcancé a recibir el doble legado de la cultura oral y de la escrita. Una y otra me han regalado tres mil años de cultura, es decir: la memoria de la tribu a la que pertenecemos. Junto con mi infancia, esa es mi más honda y verdadera identidad, ahora que se manosea tanto esa palabra. Sin esa memoria, no somos nada. Somos huérfanos, abandonados a la intemperie y a los caprichos de la actualidad, donde casi todo es simpleza, tópicos y palabrería.
Así que me permito disentir con el librero de Cáceres. Es cierto que nuestro pasado es en parte el que nos dejó la púrpura y la aristocracia, que es un pasado espléndido, pero también está el pasado del pueblo, en el sentido más noble de la palabra, cuyo legado intangible es para mí aún más significativo, más hondo y más vital, porque en la cultura popular es donde mejor late el corazón inmortal de la tribu.
Y, en fin, mientras llega y no llega el tren, seamos jeitosos, y rindamos homenaje a nuestros antepasados, a nuestros queridos antepasados, a los que les tocaron vivir tiempos más duros que los nuestros, y cuyo legado forma parte del patrimonio y de los valores de esta tierra extremeña: he ahí un motivo más para quererla y sentirse orgulloso de ella. Y ¡viva Extremadura, coño!
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