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CÁCERES.
Domingo, 27 de octubre 2019, 13:31
La droga zarandea la vida de tal manera que a veces, a la cárcel entra gente que tiene descontroladas rutinas tan básicas como la higiene personal, los horarios de las comidas o el modo de relacionarse con los demás. La cocaína, la heroína, las dos a la vez, el alcohol, el cannabis... Ellas son la razón de ser del programa de intervención en conductas adictivas en los centros penitenciarios de Badajoz y Cáceres, que desarrolla la Consejería de Sanidad y Servicios Sociales y que en los últimos meses está reformulando algunas de sus bases.
Hay un motivo para hacerlo: las prisiones de hoy no son como las de hace doce años, cuando este plan arrancó, situando a Extremadura entre las autonomías pioneras en poner en marcha este tipo de iniciativas de calado social.
«Los perfiles de los internos de los centros penitenciarios están cambiando, porque lo está haciendo la delincuencia y lo está haciendo también el modo de consumir drogas», resume Pilar Morcillo, secretaria técnica de drogodependencias del SES (Servicio Extremeño de Salud).
Ella se sabe el programa al dedillo, y explica que si comparamos el mundo actual que hay tras esos muros con el de hace una década, encontraremos «algunas mujeres más y sobre todo, adictos más jóvenes». «Cuando el programa arrancó, en el año 2007, la media de edad se situaba entre los 30 y los 55 años, y ahora está entre los 21 y los 45», detalla Morcillo, que aporta más datos. De cada cien internos con problemas de adicciones, 42 toman mezcla (cocaína y heroína), 33 cocaína, 14 están enganchados al alcohol, nueve al cannabis, uno a la heroína y el uno por ciento restante a los psicofármacos.
Esta tarta estadística se refiere solo a la sustancia de consumo principal, y lo normal es que haya que añadir alguna otra, porque casi el cien por cien son policonsumidores.
«Hay otras adicciones que ya están en la calle pero que aún no han llegado a nuestros centros penitenciarios, como son los juegos en línea y las tecnologías de la información y la comunicación», añade Morcillo.
Tal como ella introduce, ya hay jóvenes tratándose porque no son capaces de vivir sin las apuestas deportivas o sin Internet, el teléfono móvil o los videojuegos. Pero al menos de momento, estas prácticas afectan principalmente a una población juvenil y adolescente, y entre los adultos son residuales a escala nacional los casos de quienes han entrado en una cárcel tras cometer delitos asociados a esas nuevas adicciones que de momento son ajenas a las prisiones.
No han entrado aún en estos espacios de privación de libertad donde los roles van cambiando pero en los que permanecen algunas características sociales. Por ejemplo, la alta tasa de reincidencia en el consumo de drogas, una más de las circunstancias con las que lidian los profesionales que componen los equipos de trabajo del programa de intervención en conductas adictivas en los centros penitenciarios extremeños.
Hay uno en Badajoz y otro en Cáceres, cada uno de ellos compuesto por dos psicólogas, dos trabajadoras sociales y un voluntario de Cruz Roja. Estos últimos responden a un perfil exigente, que incluye un nivel formativo determinado y al que se añade después una preparación específica. «Trabajamos en coordinación con los propios centros penitenciarios y con las familias de los internos, que ejercen como agentes de salud cuando su familiar está con ellos, por ejemplo durante los permisos», desgrana la secretaria técnica de drogodependencias, que explica también que hasta ahora se distinguía entre tres itinerarios de tratamiento, pero que este año se han reducido a dos.
El primero es el de bajo umbral, en el que están los adictos que no se plantean dejar de consumir la sustancia, sino rebajar su consumo. «Se utilizan distintas herramientas, entre ellas los grupos educativos, en los que se habla de la droga en cuestión, porque aún hay bastante desinformación en torno a ellas», expone Pilar Morcillo. «Los beneficiarios de este itinerario -continúa- conocen cómo es el proceso de adicción y cuáles son las etapas del cambio personal que van a ir experimentando hasta abandonarla, además de aprender también estrategias de afrontamiento del consumo y de relajación».
En un escalón superior está el itinerario de umbral medio, para quienes se han marcado como objetivo dejar de consumir, lo que implica un cambio en su conducta. «Intentamos dotarles de herramientas para controlar los pensamientos, las emociones y los sentimientos, y de ayudarles a cambiar las conductas negativas, del tipo 'yo no puedo conseguirlo, no soy capaz, voy a fracasar', por las positivas». O sea, a pasar del pesimismo al optimismo, un giro mental que puede suponer una zancada gigante hacia el objetivo marcado.
Hasta hace un año, la meta estaba en el tercer itinerario, denominado de alto umbral, pero este ha desaparecido de la hoja de ruta, sustituido por los programas de seguimiento y proximidad. «Son los que se ponen en marcha una vez que se ha logrado la deshabituación y se camina hacia la normalización», expone la responsable del SES, que comenta que cambiaron el guión establecido porque se asumió que eran una minoría los que llegaban a esa tercera estación. Y que esta, además, suponía en muchos casos un plus de presión psicológica para los beneficiarios del programa.
«En este último paso, el del seguimiento y la proximidad, el objetivo marcado es más alto, intentamos empoderarles», expone Pilar Morcillo, que menciona otro de los cambios aplicados en el programa: la introducción de la perspectiva de género. «Ellas no reaccionan igual que ellos ante la adicción estando en el centro penitenciario, y además, es habitual que sus circunstancias sean diferentes, en muchos casos más difíciles. Entre las mujeres hay más casos de violencia, y además, ellas piensan menos en sí mismas. Les preocupan más que ninguna otra cosa sus hijos y su familia, y se consideran a sí mismas la última prioridad».
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