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El pasado sábado, este periódico informaba del revuelo que se había producido en las redes sociales, medios informativos y sectores políticos a cuenta del pin que Felipe VI lucía en la solapa durante una reunión convocada el día anterior con un grupo de jóvenes para que le informaran sobre la repercusión que el coronavirus estaba teniendo en sus respectivos ámbitos de actividad. Resulta que el pin tenía una forma que, visto desde una determinada distancia y desde un determinado ángulo, tal vez podía parecerse a un tricornio, de tal manera que algunos lo confundieron con un tricornio y, una vez dado por hecho que era un tricornio, interpretaron que el Rey lo lucía en la solapa como expresión de apoyo a la Guardia Civil que, precisamente esos días y seguramente a su pesar, era la pieza de mayor valor en una de las continuas reyertas políticas que sufrimos en España. El pin que parecía un tricornio resultó ser el botón de la condecoración de la Orden de Carlos III, según tuvo que aclarar la propia Zarzuela mediante un comunicado, y que don Felipe se había puesto durante los días de luto oficial como símbolo de respeto hacia las víctimas de la pandemia.
Podríamos convenir que el suceso es tan anecdótico que no merece que se gaste tinta en él, pero a mí no me parece una confusión que se pueda resolver sólo con la óptica, porque creo que es un síntoma de un asunto de mayor importancia para cuya solución se precisa algo más que unas gafas bien graduadas. Hablo del creciente desapego a la Constitución, por supuesto y en primera fila por quienes se declaran devotos de ella. Porque hace falta ignorar a conciencia el papel que la Constitución otorga al Rey para creer que voluntariamente habría de tener un gesto, por mínimo que fuera, que pudiera ser interpretado en clave partidista o ideológica. ¿Se imaginan qué hubiera pasado en España si, efectivamente, el Rey se coloca el pin de un tricornio en la solapa justamente cuando los partidos políticos estaban zurrándose y utilizando a la Guardia Civil como ariete? Se hubiera producido una crisis constitucional de proporciones difíciles de calibrar y de la que el propio monarca sería su primera víctima. Sería la crisis constitucional que, excluidos los verdaderos y escasos miopes, les gustaría que se produjese a quienes confunden el botón de la condecoración de la Orden de Carlos III (la realidad) con un tricornio (el deseo).
La razón por la cual hemos llegado hasta aquí, es decir, a que algunos partidos y sectores de opinión de la derecha lleven meses tratando de apropiarse de la figura del Rey, hasta el punto de que lleguen a dar por supuesto que «es uno de los suyos» y que, en ciertas circunstancias, el monarca lo manifiesta con gestos sutiles (llevar el tricornio en la solapa el viernes hubiese sido uno de esos gestos), se ve muy facilitada por la deliberada voluntad de la izquierda de desvalorizar al jefe del Estado, ninguneándolo y arrinconándolo. Les falta generosidad y talento para caer en la cuenta de que en la España de hoy ninguno de ellos encarna más cabalmente el espíritu republicano que Felipe VI. Una ignorancia que podemos pagar cara.
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