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De encinas y hogares
La sierrilla de Cáceres ·
No es el más bello. Ni el más grandioso. Pero entre sus piedras paseé a mis hijos antes de que anduviesen, les vi correr libres, celebrar cumpleaños y hasta puede que conocer el amorSecciones
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La sierrilla de Cáceres ·
No es el más bello. Ni el más grandioso. Pero entre sus piedras paseé a mis hijos antes de que anduviesen, les vi correr libres, celebrar cumpleaños y hasta puede que conocer el amorAna Zafra
Miércoles, 2 de agosto 2023, 07:25
El amanecer en los días del verano extremeño es un regalo de la naturaleza. Quizás, para hacerse perdonar el hálito inclemente con el que después, cual escorpión del cuento, aguijoneará sus campos y sus gentes.
Por eso, cada mañana, mi perro se empeña en sacarme ... a pasear.
Mientras intuyo los primeros rayos de un sol que aún es solo promesa repaso el encargo aceptado: «Qué rincón escogerías de Extremadura». Un reto envenenado pues su aparente facilidad contiene un conflicto casi irresoluble.
¿Qué elegir? ¿La majestuosa Mérida? ¿Su historia? ¿Sus noches de teatro mostrando cómo el alma humana sigue rigiéndose por las mismas pasiones y miserias que hace mil años? ¿El inconmensurable mar de vida del Parque Nacional de Monfragüe? ¿Sus especies únicas? ¿El Salto del Gitano, la Tajadilla? ¿El torrente humano, pertrechado de cámaras inverosímiles, intentando captar el vuelo de una cigüeña negra? Tan magníficos y conocidos, tan magistralmente descritos por expertos y literatos que rechazo siquiera intentarlo.
Barajo rincones más pequeños. Arroyo y su Corredera; Alcántara y su puente; el atardecer en las mansas aguas de los Barruecos; los pequeños pueblos, que son joyas, en la Vera o el Jerte; los museos por descubrir; los muchos castillos, las muchas playas…
Ana Zafra
Imposible escoger. Como extremeña de vocación, que no de origen, he elegido esta tierra entera, con su calor y sus páramos, con su alegría y sus gentes.
Mientras tanto, Vir, el chucho que me pasea, corre sorteando encinas y alcornoques. Apenas si hemos salido de la ciudad y ya se divisa una cadena de sierras que conforman un marco para la estampa de Cáceres. Voy subiendo hacia la Sierra de Aguas Vivas, como dicen los mapas. La Sierrilla, como la conocemos aquí. Ascendiendo por lo que antaño fue camino de ganado, la luz apunta por mi derecha. Imagino cómo sería la vida de aquellos pastores que transitaban por esta Cañada Real de La Plata. Cuántas historias flotarán aún en el aire, cuántas veces algún pastor descansó en la misma piedra que ahora esquivo. Cuántas amistades se forjarían en la ladera de lo que hoy es un trozo de camino asfaltado. La Mesta, que es lo mismo que decir mixta, o mezcla de razas y tratos, de acentos y panes, legado ambiguo de servidumbre y tradición.
El cielo es limpio y la frescura levanta aromas de humedad incluso tras las noches más tórridas. Sigo subiendo acompañada de un silencio escasamente profanado por el canto de algún gallo o el silbido de las oropéndolas. Me paro para acariciar a mi compañero canino bajo el almendro, que más que árbol es una hoja de calendario. Su primera flor, allá en febrero, anuncia la primavera igual que las Perseidas, que tan bien se ven en las noches de agosto desde la oscuridad de estas cimas, presagian el final del verano.
Llegamos a la primera meta y Vir corre hasta la roca que domina el montículo hacia el oeste. Las primeras casas quedan atrás. Descansamos. Mis ojos intentan abarcar la vasta extensión que se les ofrece. A lo lejos, la hermosa Sierra de San Pedro; por medio, entre charcas y senderos, veo pasar un tren –¡Ay, el tren de Extremadura!– y, a mis pies, un Cáceres diferente madruga para trabajar en el polígono de Las Capellanías, enjambre vivo y afanoso, productivo y vital. Desde esta misma roca disfruto muchas tardes el carmesí intenso del inigualable crepúsculo extremeño.
Pero sigamos, que pronto saldrá el sol. Arriba, en la primera explanada donde las casas de siempre contarían historias de lumbres en invierno y sillas en la noche de verano, cruzo para volver a llenarme de horizonte. Un festín para la vista. Gredos dominando la lontananza; los Llanos de Cáceres, una alfombra tejida con hilos de vida; el Puerto de los Castaños; Monfragüe... Respiro y cierro los ojos para fijar esta imagen en mi cabeza. La retomaré como cura de humildad: somos seres inmensamente pequeños en una naturaleza colosal.
A veces bajo hasta coger el camino que asciende a Cerro Otero. Otras, me desvío a izquierda para tomar el sendero que baja hasta el Arroyo de la Fuente. En algunos tramos, ancestrales cercas de piedra estrechan la vereda hasta parecer que estuviésemos en un bosque cerrado y umbroso. A su término, el camping nos habla, de nuevo, de una ciudad abierta y acogedora, afamada e internacional.
Hoy, sin embargo, me dirigiré hacia los depósitos de agua de la ciudad. Antes, el Olivar Chico de los Frailes me tentará con su arroyo, sus fuentes, su antigua casa de labranza y con los recuerdos de mis hijos echando pan a los patos que un día vivieron en su estanque.
Sigo ascendiendo. El sol acaba de salir y me gusta contemplar la ciudad desde este camino. Sentada en uno de sus grandes roquedales me imagino en las gradas de un teatro: Cáceres es el escenario y la representación, el despertar de la vida cotidiana. Al fondo, la Montaña y su Santuario me saludan, como otra almena más del castillo de colinas que rodea la ciudad.
Es hora de volver. Ya está. Este será el rincón escogido de mi elegida tierra. No es el más bello. Ni el más grandioso. Pero entre sus piedras paseé a mis hijos antes de que anduviesen, les vi correr libres, celebrar cumpleaños y hasta puede que conocer el amor. Allí empiezo mis días y extraño sus olores cuando estoy lejos. Allí compruebo el paso del tiempo que hace más fuertes su arboles y debilita a los habituales que ya vamos conociéndonos.
Y allí, desde la humildad de sus suaves alcores, contemplando Cáceres por primera vez, hace más de treinta años, decidí que, definitiva y gozosamente, este sería mi lugar en el mundo.
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