Experiencias diferentes esperan al viajero en las laderas opuestas de la vertiente sur de la sierra de Gredos. La Vera y el Valle del Jerte atesoran esencia propia para brindársela a quienes buscan aprender y experimentar
TROY NAHUMKO
Domingo, 12 de diciembre 2021, 08:19
Un aroma se extiende por la vertiente sur de la Sierra de Gredos al cambiar las hojas de color. Se extiende a lo largo de los valles que se deslizan desde las imponentes cumbres que se alzan a un lado y llega hasta ti a través de la ventanilla abierta mientras recorres la EX-203. Es un olor crudo y terroso que casi se puede ver y que evoca imágenes de chorizo, cochifrito y gambas al ajillo, todo ello con un fondo de roble ahumado. Es distinto y totalmente autóctono.
Lo que hace a este olor más singular aún es que une a toda una nación. Rudyard Kipling dijo una vez que la primera condición para entender a un país es olerlo, y en un territorio tan extenso y variado como España, pocas cosas unen a todas las regiones y dejan al descubierto sus puntos comunes como este olor. En cada una de las cocinas del país, desde el País Vasco, pasando por Cataluña, hasta las lejanas Islas Afortunadas, puedes encontrar pimentón de La Vera. Es uno de los sabores esenciales de España y nace en las faldas sureñas de las montañas que estábamos a punto de explorar.
Pero primero, el desayuno
El patio central del Parador de Jarandilla de la Vera se encuentra en medio de un castillo del siglo XIII con torres cilíndricas que se alzan en las esquinas. El escenario es idílico, casi perfecto, lo suficientemente bueno para un rey o incluso un emperador y justo para nuestro grupo de súbitos. «Los niños durmieron muy bien anoche», dice mi amigo Jules. «En las habitaciones hay unas pequeñas ventanas, profundas y estrechas. Eran una señal para que los niños sintieran que estaban durmiendo en un castillo. Aunque, al caer la noche, la más joven no estaba muy segura de qué pensar sobre la armadura de caballero de la escalera».
Arriba, vista de Garganta a Olla; abajo, patio del Parador de Jarandilla y casa de postas en Garanta la Olla.
Había quedado con mis amigos australianos Jules y Sophie y sus tres hijos pequeños criados en Nueva York para desayunar antes de explorar la zona. En una región con una tradición gastronómica tan extraordinaria y arraigada, los desayunos de los hoteles pueden ser a menudo un revoltijo anticlimático de cafeína y azúcar. Un poco como si se apurara el acto primero para dar paso a los principales de las tapas, comidas y cenas más elaboradas que se encuentran. Pero aquí no es así. No solo el desayuno es magnífico, sino que el personal es extremadamente atento, mientras su hija mayor pide para todos en un español que mejora rápidamente.
«Aseguraos de probar las migas», les aconsejo mientras recorremos el amplio buffet. Así podrás saborear ese olor a asado que te has encontrado por todo el valle». Jules sonríe y me dice: «De hecho, nos detuvimos en el Museo del Pimentón en Jaraíz de la Vera cuando veníamos hacia aquí. No sabía que la gran diferencia entre el pimentón que se encuentra aquí y los que se encuentran en otros lugares es que no solo se seca, sino que se asa en hornos de leña. Llevaremos este 'oro rojo' a casa. Nos encanta, así que vamos a probar esas migas».
Fuera, el tiempo es fresco, pero el sol de otoño nos calienta la cara. Los niños persiguen a unos gatos callejeros que, a su vez, persiguen a unos patos y a una gallina hasta el parque que está justo debajo del castillo donde encuentran un colorido banco de la amistad. «¿No os encanta la idea?» se entusiasma Sophie. «Había oído hablar de ellos cuando vivíamos en Estados Unidos. Es una idea muy bonita para que nadie se sienta solo en un lugar tan encantador». A continuación, la más pequeña ve unas piedras de granito redondas y nos dice: «¡Estos pufs petrificados son aún más molones!»
Durante el desayuno descubrimos que tanto mi educación canadiense como la de ellos en Australia se habían centrado principalmente en el protestantismo y, por desgracia, muy poco en cuanto a la historia no anglosajona. El nombre de Carlos V nos sonaba de lejos, pero el hecho de que le trajeran desde Bélgica, país en el que habían vivido tanto Jules como Sophie, y que se hubiera alojado en este mismo castillo en el otoño de 1566, despertó definitivamente nuestra curiosidad.
Amanitas Cesáreas en el bar La Cueva de Garganta la Olla.
«Hay una hermosa caminata que sigue la ruta que utilizaron para llevar al emperador. Comienza en Tornavacas, en el Valle del Jerte, al otro lado de la sierra, y discurre por la Reserva Natural de la Garganta de los Infiernos. Aunque suena algo dantesco, es de gran belleza paisajística». Pero luego lo pensé mejor. «Pero dado el rango de edad de nuestra pandilla, creo que es mejor que exploremos sobre cuatro ruedas. Así que, ¿por qué no hacemos nuestra primera parada en el monasterio donde el emperador pasó sus últimos años, que está a poco más de diez kilómetros?»
La EX-391 sale de Cuacos de Yuste y serpentea por uno de los pliegues de las faldas de la sierra hasta que el Monasterio de San Jerónimo de Yuste emerge del bosque de castaños a la derecha. Al entrar en el recinto, arrugados pliegues de montaña se extienden hacia el sureste, pasando por el invisible río Tiétar y las brumosas llanuras del Campo de Arañuelo. Mientras nos poníamos al día con lo que todo estudiante español de la ESO sabe, su hijo y yo practicábamos nuestros lances de pesca, imaginando lo que era ser Carlos V y pescar en una charca que le hicieron para que lanzara la caña desde la ventana.
Tras la visita, Jules se fija en unos enormes eucaliptos. Son enormes, y dan la sensación de haber estado ahí desde siempre. Entonces, reflexiona: «Al igual que nosotros, estos son australianos y, por tanto, desconocidos en este continente hasta hace algo así como 200 años. Es difícil de concebir, pero significa que estos enormes colosos son, en cierto modo, lo más nuevo de aquí».
Desde el monasterio la carretera desciende y llega al pueblo cubista de Garganta de la Olla, donde decidimos hacer un descanso. Aparcamos cerca del barrio de la Huerta y pasamos por la Casa de Postas de camino al Bar Cueva, una casa construida en 1576 sobre una cueva. Ante una ración de huevos de rey (Amanita Cesárea) y una copa de pitarra, advierto a todos: «A partir de aquí todo es cuesta arriba, y con curvas. En unos 15 kilómetros, subiremos unos 600 metros».
La CC-17.4 me recuerda a esas carreteras sinuosas de montaña de mi infancia en Canadá, arterias esenciales de gran altitud golpeadas por temperaturas extremas que les corroe el revestimiento. La primera línea de montaña parece alta en el horizonte, pero la ilusión se desvanece rápidamente al ver que los picos espolvoreados de blanco se elevan aún más. Tras el último de los estrechos zigzags, los árboles se desprenden y se abre una pradera de alta montaña con los montes de Traslasierra y la Sierra de Béjar elevándose más allá del Valle del Jerte. Nos detenemos para contemplar las vistas. «¿Qué tal os ha ido a todos?» pregunto. La respuesta es unánime. «No hemos venido al otro lado del mundo para quedarnos quietos, a ver esas estatuas manchadas de dolor al otro lado del valle de las que nos hablaste».
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