NO les hemos hecho demasiado caso, pero hoy también se celebran las elecciones al Parlamento Europeo. Enfrascados en pronosticar quién va ser el próximo presidente de la Junta o el nuevo (o viejo) alcalde o alcaldesa, hemos olvidado que hoy se elige también a los eurodiputados que nos representan en Estrasburgo y, de rebote, a la Comisión Europea que gobernará desde Bruselas una Unión Europa que vive tiempos de zozobra.

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En las tres décadas largas que llevamos en la UE los españoles hemos pasado de ser los primeros fans de Europa a dejarnos contagiar por el escepticismo que empapa la Unión. Los nacionalismos rampantes aprovechan la fatiga de materiales que sin duda sufre la UE para presentarse como la solución mágica a todos nuestros problemas frente a los desacreditados burócratas de Bruselas. Y no lo son.

Con su más de medio siglo a cuestas, la Unión Europea sigue siendo una historia de éxito. Y el pasaporte color granate que nos distingue como ciudadanos de la Unión es uno de los documentos más deseados del mundo. Muchos europeos no lo valoran, pero millones de refugiados y emigrantes matarían por poseer uno. Ellos sí saben que en Europa se vive mejor que en sus países de origen y que en la inmensa mayoría de los países del mundo. Y el éxito de la UE ha tenido mucho que ver.

Extremadura es una de las regiones en que se aprecian más las ventajas de pertenecer a la UE. Buena parte de las infraestructuras que disfrutamos no existirían sin la contribución de los fondos europeos: autovías, centros de salud, polideportivos, casas de cultura... Sin las aportaciones de la PAC el campo extremeño viviría incomparablemente peor y el fenómeno de despoblación que sufre hubiera sido mucho más acelerado.

El paraguas de Europa alivió los daños del huracán de la crisis económica, que fue muy dura, pero que en España hubiera sido mucho más dramática si no hubiéramos contado con los mecanismos de ayuda del Banco Europeo. Las instituciones europeas han tratado en estos meses de campaña y precampaña de publicitar las bondades de la Unión. Los responsables de comunicación admiten que les preocupa que los jóvenes no valoren la idea de Europa; que crean erróneamente que los derechos y las libertades que nos garantiza pertenecer a este espacio siempre han estado ahí y que siempre estarán ahí. Peor aún, que piensen que no hay que mover un dedo para defenderlas. Les preocupa que esa falta de aprecio les lleve a coquetear con los populismos y nacionalismos de todo pelaje y, a la postre, la UE decaiga por el desafecto de sus ciudadanos.

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Hay miedo al contagio del 'brexit', a que el malestar que aqueja a una parte de los europeos se encauce hacia esos populismos que prometen soluciones fáciles a problemas complejos.

Esa UE cargada de burocracia, reglamentos y directivas de obligado cumplimiento ya no resulta atractiva para algunos sectores que ven aburrida la idea de Europa pero vibran con la mística del nacionalismo que, ese sí, empieza a resultar terriblemente sexy para sus seguidores. Mi pueblo, mi región, mis orígenes, mis tradiciones, mi ombligo son lo importante. Este es el sentimiento que ha empezado a calar de norte a sur y de este a oeste de una Europa en la que el 'brexit' que acaba de tumbar a Theresa May no ha sido una casualidad sino el síntoma de una enfermedad más grave.

No deja de ser paradójico que en un mundo globalizado, sin distancias físicas ni virtuales, triunfen quienes defienden levantar de nuevo fronteras entre países y regiones. Y si puede ser, más altas que las que se derribaron para construir la UE.

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Hoy saldremos de casa e iremos a votar para elegir quién va a gobernar nuestros pueblos. Y está bien. Pero quizá también nos debería importar quién va a gobernar la Unión Europea en los próximos cinco años.

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