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¿Qué ha pasado hoy, 7 de febrero, en Extremadura?

Las cosas, cada vez más extrañas

APENAS TINTA ·

Martes, 24 de diciembre 2019, 10:46

Días atrás, de buena mañana, yendo de la zeca a la meca por internet, me encontré de sopetón con este titular en 'El País': «Lo único que espero es morir antes de que reviente todo». Eran palabras del filósofo italiano Gianni Vattimo, de quien desconocía su existencia. Pertenecían a una entrevista que se le hizo a últimos del mes de junio con ocasión de recibir la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Lo que decía en ese titular, en cambio, sí me era familiar porque entiendo que morir puede ser concebido como un acto de liberación del mundo (mucho más entendible si se trata no del mundo en general, sino de este preciso mundo). En la entrevista cuyo título me había llamado la atención, el filósofo se quejaba, sobre todo, de vejez, de que apenas encuentra aliciente a la vida, salvo en su gata y en algún amigo. Mi caso no es vejez, y afortunadamente muchas e importantes cosas, no sólo mi gata y mis amigos, me hacen sentir que la vida merece la pena. Simplemente ocurre que, cada vez con más frecuencia, siento que el mundo está tomando unos derroteros que no es que no sean de mi agrado, que no lo son, sino que suponen un retroceso de todo lo conseguido en asuntos de enjundia. Pregúntense si hoy están o no más amenazadas que hace diez, veinte, treinta años la libertad o la dignidad de las personas y entenderán lo que digo y sentirán, como yo, una profunda desazón cuyo resultado es que, por temor al siniestro futuro que se acerca sin que nadie le ponga remedio, contemplo el vivir como ese barco que mansamente abandona la orilla en la que yo me quedo mirando cómo se aleja. Y lo más importante: allí estoy yo, observando ese alejamiento sin la menor nostalgia, porque efectivamente temo que reviente todo y encima tenga la desgracia de verlo.

De modo que sí, que aunque soy inmune a la depresión y me considero afortunado por cómo me ha ido en la vida, siento un tenue hastío, un cierto cansancio que se va depositando en los días como lo hace el polvo en los objetos, la lluvia fina del tiempo que te va empapando de una densa melancolía. Y todo es por cómo son las cosas, cada vez más extrañas. Observen el lenguaje, más encorsetado conforme pasa el tiempo, un campo de minas del que cada vez resulta más difícil salir indemne. Aquella neolengua de la que hablaba Orwell en '1984', que teóricamente lo que pretendía era hacer imposible que el pensamiento delinquiese, ya asoma la patita. ¿Quién puede situar hoy en el idioma la patria deseada si expresarse es arriesgarse a caer en una emboscada? Todo, al cabo, termina en perplejidad. En morir de perplejidad, de no confiar en el rumbo de un mundo que, por ejemplo, acepta sin rebelarse llamar amigos a gente con la que jamás te has rozado o has cruzado una mirada, un gesto de afecto, nada. ¿Qué mundo es este, qué gente somos, que aceptamos que se banalice la amistad?

Por supuesto, ni por un momento se me ocurre quitarme del medio, que no se alarmen los que me quieren. Únicamente pasa que necesito un descanso de esta realidad. Estos días de Navidad, si puedo, probaré a mirar el mar, que no engaña.

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