La protesta de unos cuantos nostálgicos, con el golpista Tejero a la cabeza, ha dado color informativo a la operación de exhumar a Franco, pero no debería llevarnos a la conclusión de que el franquismo sigue vivo en España. No lo está. El franquismo murió con Franco y la democracia nació con la Constitución. Y fue lo suficientemente fuerte como para derrotar el golpe de ese Tejero que ahora reaparece, anciano e inofensivo, para gritar vivas a Franco.
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Que haya unos miles de franquistas que se hacen notar de vez en cuando es, sobre todo, folklórico. Es cierto que la aparición y el éxito de Vox les ha dado aire, pero este partido tiene más conexiones con el populismo de extrema derecha que campea por todo el mundo que con el antiguo franquismo. Aunque es cierto que los franquistas residuales se sienten bien acogidos en su seno, no es Franco su motor principal.
Las críticas a la exhumación de Franco se han dirigido más al momento de hacerla que al hecho en sí. Si se tienen convicciones democráticas no es fácil oponerse a una decisión aprobada por el Parlamento y avalada por el Tribunal Supremo. Pero PP, Cs y Podemos han coincidido en tacharla de electoralista. Han acusado a Pedro Sánchez de querer ganar votos con ella. Y no es descartable esa intención. Una cosa bien distinta es que vaya a tener ese efecto.
Que los restos de Franco dejen de ocupar un monumento público en el que están enterradas víctimas de la Guerra Civil para descansar en una tumba privada ha sido aplaudido por muchos españoles; criticado por muchos menos; y probablemente haya dejado indiferente a otra buena parte de la población. Pero yo no apostaría ni un céntimo a que vaya a ser decisivo a la hora de votar.
Las elecciones del 10-N se han complicado más de lo previsto para el Gobierno, tal como van revelando las encuestas. Se envenenaron desde que Sánchez anunció su convocatoria y muchos ciudadanos vieron al presidente del Gobierno como el primer responsable del bloqueo político y de la repetición electoral. El hartazgo hacia la política y con los políticos llevó a que muchos electores sintieran la tentación de abstenerse. Buena parte de ellos votantes del PSOE.
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La sentencia del procés y los disturbios en Cataluña también amenazan las perspectivas electorales de Sánchez. ¿Actuó bien el gobierno a la hora de cortar la violencia en las calles? ¿Debería haber sido más duro, como pedían Casado y Rivera? ¿Más blando como reclamaba Podemos y los independentistas?
Ningún gobierno democrático tiene fácil actuar ante la violencia urbana. Si no actúa a tiempo y se le va de las manos se le echa la culpa; si se emplea con contundencia para reprimir a los alborotadores se le acusa de brutalidad policial. Siempre es más cómodo el papel de la oposición, dedicada a criticar cualquier fallo.
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El conflicto catalán es una máquina de abrasar gobiernos. Desgastó a Rajoy y ahora puede debilitar a Pedro Sánchez. Hay un tercer factor que puede influir en el resultado electoral: la desaceleración económica, convertida ya en recesión en Alemania. El miedo a una nueva crisis está ya en las conversaciones y será utilizado por la oposición en contra de Sánchez. Faltan quince días para unas elecciones en las que puede pasar cualquier cosa. Incluso que el PSOE desmienta unas encuestas que hoy no le conceden ni un diputado más de los que obtuvo el 28 de abril y acabe remontando.
De momento, son PP y Vox los únicos que ganarían escaños. De confirmarse en las urnas esa tendencia significaría que la estrategia de Sánchez, basada en repetir las elecciones para sumar más escaños, habría sido un grave error. En dos semanas, Sánchez tiene que demostrar que controla la crisis catalana y que es competente para gestionar una economía que empieza a renquear. En esos dos factores puede estar que obtenga una victoria suficiente. Franco y la exhumación no votan.
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