SI en alguna comunidad debía tener eco el discurso de Nochebuena del rey Felipe VI, dedicado en buena parte a la complicada situación de los jóvenes, es en Extremadura. En ninguna otra región española hay una tasa de paro juvenil más alta, un 23,5%. Es inevitable sentir envidia cuando se compara este porcentaje con el 7,6% del País Vasco o el 11,1% de Madrid. En realidad a quienes vivimos aquí no nos hacen falta estadísticas para saber que la recuperación económica no ha llegado con la fuerza que sí se está sintiendo en las comunidades más desarrolladas. Constatamos ese fenómeno a diario al comprobar que la falta de ofertas de trabajo está llevando a muchos jóvenes a buscarse la vida fuera.
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Los expertos explican que cuando hay una crisis económica en Extremadura se nota más tarde, porque su economía es menos dinámica. Pero también llega más tarde la recuperación. Y ahora estaríamos en esa fase del ciclo. A la espera de que las comunidades/ locomotora tiren de las más rezagadas.
No es extraño que ante este panorama cualquier anuncio de un proyecto industrial que pueda crear empleo se reciba con ansiedad. 2018 ha sido pródigo en proyectos: una industria azucarera en Mérida promovida por el grupo árabe Al Khaleej; un gran matadero en el sur de la región, en la comarca de Zafra; y un gran parque de ocio en Castiblanco, además de nuevas plantas fotovoltaicas. 2019 debería ser el año en que se concreten esos anuncios.
Extremadura necesita que salgan adelante esos u otros proyectos similares. Es comprensible que muchos ciudadanos no se acaben de creer que iniciativas como el parque de ocio de Castilblanco se hagan realidad. También es entendible que haya vecinos que se pregunten, tal como publicaba ayer Celestino J. Vinagre en estas páginas, «¿por qué no?. Nos lo merecemos». Claro que Castilblanco y Extremadura se merecen que se instalen en la región empresas capaces de retener a los jóvenes que hoy se tienen que marchar. No son merecimientos lo que faltan sino condiciones favorables, que no sobran. Hasta los más entusiastas son conscientes de lo complicado que resulta que el proyecto se convierta en realidad.
Quizá la actitud más razonable en estos momentos es la cautela: no tiene sentido la credulidad absoluta y dar ya por hecho el megaproyecto, pero tampoco conviene abonarse por sistema al derrotismo de quienes desconfían de cualquier iniciativa. Seguro que hay proyectos que fallan, que se anuncian a bombo y platillo y que nunca se materializan. Pero eso también ocurre en otras comunidades. El problema es que Extremadura está tan necesitada de empresas que creen empleo y riqueza que cualquier fracaso se ve como un drama, una gota más con la que llenar el vaso del pesimismo.
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Tal vez uno de las consecuencias indeseadas de la crisis catalana es que políticos, periodistas y opinión pública hemos centrado la atención en el desafío independentista y hemos dado de lado a los problemas que afectan a la gente real, a la que no cifra su felicidad en levantar fronteras. Y en Extremadura esos problemas reales no son otros que el paro y la precariedad laboral.
Pero una vez que el movimiento secesionista se ha convertido en una especie de enfermedad crónica que estamos obligados a sufrir con altas dosis de paciencia deberíamos retirar el foco de la enésima ocurrencia de Torra o Puigdemont y ponerlo en cómo se puede mejorar la vida de quienes no disponen de lo básico: un empleo digno. España, un país que presume de estar entre las 15 economías más importantes del planeta, no debería permitirse tener tasas de desempleo juvenil tan altas. Tendríamos que sentir vergüenza todos, empezando por los gobernantes. La falta de empleos sí es una emergencia nacional y no las demandas insaciables del independentismo. La llamada del Rey a ocuparse del paro juvenil no puede ser solo un guiño a los jóvenes para que vean con más simpatía la monarquía (que probablemente también lo es), sino un aldabonazo a los políticos para que se ocupen de lo que de verdad importa.
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