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El puente de los Santos y los Difuntos, o de Halloween, como prefieran llamarlo, lo pasé en Galicia. El día uno, fuimos a comer con unos amigos a Casa Suso, en Catoira. A esta tradicional casa de comidas, pegada a la estación de ferrocarril, envío a los amigos que van por las Rías Baixas, el último que estuvo comiendo allí fue Jorge Rey, fotógrafo de este periódico, que conoció en Catoira la inmejorable relación calidad-precio de la buena comida de la Ría de Arousa.
Animados por el pescado y el blanco Ribeiro de uva treixadura, empezamos a hablar de Halloween y de cómo toda esa martingala de que es una fiesta americana trasplantada a España no es cierta. Según mis amigos gallegos, Halloween sería una tradición celta trasplantada a Irlanda, de donde habría saltado a Estados Unidos para regresar a la Península. Nieves, una amiga nacida en Vilanova de Arousa, pueblo natal de Valle Inclán y de Julio Camba, recuerda que, siendo niña, vaciaba calabazas con su hermana, introducían una vela dentro y las colocaban en los cruces de los caminos.
Israel Espino, en su blog Extremadura Secreta, daba cuenta la pasada semana de algunas tradiciones, como las ancestrales calaveras conquis extremeñas, que son remanentes de nuestro pasado celta y antecedentes de las calabazas de Halloween. Además, lo de «truco y trato» ya se estilaba en Extremadura hace siglos, cuando los monaguillos pedían casa por casa para las ánimas benditas. Estas peticiones relacionadas con los muertos están presentes en Navaconcejo, Garrovillas, en las aldeas del río Esperabán o en Ceclavín, donde si no contribuían en las casas con dulces o frutos, se amenazaba a los gorrones, es decir, el chantaje moderno del truco o trato.
Me preguntaban mis colegas gallegos por otras tradiciones extremeñas y, más concretamente, cacereñas, y les contamos la leyenda de la gallina o princesa mora encantada por haberse enamorado de un capitán cristiano y haberle franqueado la puerta de la muralla por la que los caballeros de Alfonso IX entraron en la ciudad y la reconquistaron.
Nos preguntaban que si se representaba la leyenda y les contamos que en la noche de San Jorge se suele soltar una gallina por la parte antigua y quien la encuentra recibe dinero. Nada que ver, desde luego, con la recreación de otra aventura del rey Alfonso IX: su desembarco en el puerto de Camariñas, en la Costa da Morte, que se representa en este pueblo marinero con gran pompa y espectáculo cada 28 de julio.
Una de las pocas recreaciones de la leyenda de la gallina la realizó un servidor para grabar un vídeo de una sección de este diario que se llamaba Cáceres Insólita. Recuerdo que, para hacer más creíble la grabación, me acerqué a una nave ganadera de La Mejostilla, donde le dije al encargado que si podía alquilar una gallina. El vendedor puso cara de extrañeza o, mejor, de este tío está loco. Al final, se la compré por seis euros.
Con la gallina convertida en princesa encantada, se grabó aquel vídeo. El ave entusiasmó a los turistas que recorrían la parte antigua y, cuando les contaba la leyenda, se emocionaban tanto que hubo quien me ofreció 20 euros por la ponedora legendaria. Intuí, en fin, que si, en vez de palomas, hubiera gallinas sueltas por el caso medieval y renacentista, al estilo del cerdo que campa a sus anchas por las calles de La Alberca (al pobre ya le llega su San Martín), la ciudad monumental cacereña tendría un reclamo turístico de primer orden.
Antes de que algún turista raptara la gallina e hiciera un caldo de princesa encantada, se la devolví al comerciante de animales de La Mejostilla. El hombre la miraba con respeto, como si, tras haber sido actriz en un vídeo, mereciera mejor suerte que una jaula. Ni que decir tiene que la narración de esta aventura convenció a mis amigos gallegos de que en Cáceres tenemos tantas leyendas como cualquiera, aunque no nos guste presumir.
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