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Me da alegría pensar en los niños que en estos tiempos del coronavirus están aún en el vientre de sus madres, porque ellos tendrán la dicha de llegar al mundo con una historia bajo el brazo. Hay quien nace con un pan y se le supone que dispondrá de los bienes de la tierra; otros, con el don de la inteligencia, que los abocará a un destino incierto según les toque la versión placentera o atormentada de la lucidez; otros más nacerán con la garantía de la fuerza, que les permitirá no concederle un respiro al abatimiento. Pero todos los que nazcan en estos tiempos del coronavirus, sean opulentos o menesterosos, listos o torpes, fuertes o débiles, presentarán sus credenciales ante el mundo con un salvoconducto contra el olvido. Y eso, amigo, es hollar territorio de los dioses.
Nacerán, los miraremos a los ojos, y en su fondo veremos cómo crepita la lumbre de la imaginación; nacerán y los genetistas podrán, a poco que les pique la curiosidad, encontrar en la primera gota de su sangre vista al microscopio trazos de la Odisea en la doble hélice de su ADN. Nunca serán gente anónima. Ni muda. Ni deambularán perdidos sin rumbo por los días que les toque vivir. Al contrario, los niños que están ahora en el vientre de sus madres llegarán enseñados por la peor experiencia y por ello serán especialmente avisados. Dominarán las palabras, gozarán de la inmunidad contra los destinos azarosos que les inoculan sus padres a través de la incertidumbre que están sufriendo estos días y su vida será como una travesía sin peligros porque, incluso desde antes del principio, conocerán por instinto qué caminos son los que conducen a Itaca.
Me da alegría pensar en los niños que están ahora en el vientre de sus madres porque son la prueba de la determinación de la especie, de su vocación de supervivencia, del tesón de la biología.
Esos niños están hechos de esperanza. Y la esperanza, amigo, es un huracán que arrasa el miedo, que abre las puertas a los confinados, que ventila los hospitales y purifica el aire, que bombea oxígeno al pulmón de los ancianos. La esperanza es la llama de la que se alimenta el futuro y los niños por venir serán los dueños de avivarla. No encuentro más que alegría al pensar en ellos. Me disipan pesadillas, me descansa imaginarlos, me sosiega la cabeza adelantar ya su presencia, tocarlos, olerlos, arrullarlos con el corazón, y cuento las horas para tenerlos ya aquí y sentirme a salvo.
Me alegra pensar en los niños que ahora están en el vientre de sus madres porque ellos son la prueba definitiva de que el virus será vencido. Ante ellos, la infección es inútil. Nacerán y nos mirarán con los ojos de la dulzura y la sabiduría y para nosotros, dolientes de esta pandemia, esa mirada tendrá el efecto sanador de la vacuna.
Ya hay 310 niños nacidos en los primeros quince días desde que se decretó el estado de alarma. Y eso solo en Extremadura. Esos niños serán legión. Y sobre todo serán –son ya– los heraldos de la victoria.
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