El Cholo Simeone, en su última visita al Príncipe Felipe. A. MÉNDEZ
Un país que nunca se acaba

El hombre de los 17 gorros

Fútbol y calvicie. En el Príncipe Felipe, vacilan a los entrenadores visitantes con poco pelo

Miércoles, 26 de febrero 2025, 07:23

No sé si es por nuestra inutilidad congénita o por una suerte de micromachismo que nos impulsa a hacernos los inútiles para realizar menos esfuerzos, ... pero, tras muchos años de experiencia, he constatado que las mujeres ponen orden en la vida de los hombres. Son pequeños detalles que, si no estuvieran ellas, nos conducirían irremisiblemente a la dejadez, el abandono y la indigencia. Les cuento uno de esos casos.

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Servidor es calvo, no de nacimiento, pero casi. En la primera adolescencia, ya empecé a perder pelo y mi madre dedujo, espantada, que llevaba el mismo camino que mi familia paterna, ese que lleva irremediablemente a la alopecia. A mí me daba lo mismo, si había asumido tener un solo brazo, ¿cómo no iba a asumir tener unos pocos pelos?, pero mi madre se empeñó en una cruzada imposible contra la calvicie.

Cada vez que venía de vacaciones, me llevaba a Flori, su peluquera, que me recetaba lociones capilares que debía expandir con un dedo por mi cabeza cada mañana. Como estudiaba interno en la Universidad Laboral de Zamora, en un régimen salesiano de horarios estrictos, constaté que si perdía el tiempo masajeándome cada mañana el cuero cabelludo, llegaría tarde al comedor, así que entre desayunar o quedarme calvo, opté por el café con galletas. El resultado: a los 25, profundas entradas y a los 35, calvo y canoso. Pero me salvó la moda.

Avanzados mis 40, triunfó la cabeza bombilla, esos cráneos mondos y lirondos tan cómodos y, a la vez, tan rejuvenecedores. Descubrí que afeitarme cada mañana la cabeza eliminaba la tonsura canosa que tanto me avejentaba y perdí diez años de un rasurado. Aunque surgió un imprevisto: el frío en la cocorota, que combatí con gorros de lana y gorras de forro polar, lo cual, además de calorcito, conlleva otras ventajas: no te conocen por la calle y no me doy por aludido en el fútbol.

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No sé qué pasa en el estadio Príncipe Felipe que el público la toma con el pelo, o mejor, el no pelo, de los entrenadores visitantes. Me siento detrás del banquillo forastero y esa parte de la tribuna parece estar financiada por alguna empresa turca de implantes capilares. Al Cholo Simeone no lo dejaban en paz afeándole sus claros cabelludos y al entrenador del Melilla, que, para más inri, se llama David Cabello, no dejaban de llamarlo Míster Próper. Mientras tanto, servidor, con mi gorrito de lana, disimulando.

A lo largo de mi alopécica vida, he ido comprando gorros y gorras de todo tipo. Tenía tantos que necesitaba tres cajones de un sinfonier para guardarlos. Allí estaban, revueltos y, lo más grave, sin haber pasado nunca por la lavadora. Y ahí es donde aparece mi mujer para poner orden en las menudencias y hacerme la vida más sensata y, sobre todo, más limpia.

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Ha recogido todos los gorros, que llegaban a la extraordinaria suma de 17, los ha lavado, me ha mostrado el agua tan sucia que dejaban y me ha recomendado, quizás debería decir obligado, a quedarme con la mitad. Ha sido doloroso desprenderse de ocho gorros que tanto calor me han dado subiendo a la Montaña, caminando hacia el trabajo, yendo a la compra, al café, al fútbol o a buscar la inspiración. Pero ya he superado el trance, ya he hecho la cruel selección y ahí están, ocupando solo dos cajones, limpitos, ordenados y dispuestos para protegerme del frío y no darme por aludido si alguna vez pasaran por el Príncipe Felipe entrenadores visitantes tan calvos e ilustres como Guardiola, Paco Jémez, Maresca, Abelardo o Zinedine Zidane, que ha declarado que a su mujer le encanta que sea calvo. A la mía no le molesta la calvicie, lo que no soporta es que sea guarro.

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