Son como el cajero del banco que empieza a extinguirse en el pueblo, como ese centro sanitario de atención continuada sin en el cual una localidad se siente desamparada. Los bares de los pueblos, ese espacio que hace de aglutinador social, han empezado a ser ... vistos como un lugar imprescindible para luchar contra la despoblación. Su servicio va más allá de despachar bebidas y cada vez que uno desaparece muere un trozo del pueblo.
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En el año 2020, justo antes de que llegara la pandemia, ya se supo que Extremadura había perdido 552 bares en una década, quedándose la cifra en 5.076, según los datos del Ministerio de Trabajo sobre los autónomos dedicados a este negocio. Entonces se relacionó este descenso con la dinámica de la España vaciada, con pueblos con cada vez menos habitantes y con familias al frente de estos bares que no encuentran relevo generacional, según la explicación que se dio desde la Confederación de Empresarios de Turismo de Extremadura.
Su protección está a punto de debatirse en el Congreso de los Diputados. Esta semana el grupo parlamentario Teruel Existe presentó en Congreso una proposición de ley para incluir estos negocios en la Ley de Economía Social y dotarlos de ventajas económicas, fiscales y administrativas si se encuentran en pueblos de menos de 200 habitantes.
Estos cuatro testimonios ilustran la diversidad de situaciones que se afronta tras la barra de un bar de un pequeño pueblo extremeño, donde un distribuidor de bebidas ya afirma que la cifra de estos negocios sigue a la baja por los impuestos que soportan. Pero hay muchos más motivos.
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Sonia Gómez Bar Campos en Guadajira
A medio camino entre Badajoz y Mérida, en lo alto, se atisba el pueblo de Guadajira, construido para los colonos hace apenas 60 años. Hoy su censo oficial habla de 516 habitantes y cuando Alfonso Martínez, vecino de la localidad, era más joven había cuatro bares y una discoteca. «Antes el trabajo del campo se repartía en los bares y ahora las costumbres son otras, además de que la gente se relaciona sobre todo con las redes sociales, pero yo creo que un bar debe ser un sitio de reunión».
Lo cuenta ante la barra del único bar abierto en estos momentos en su pueblo, el Bar Campos. Es la una de la tarde de un martes y la otra barra, la del hogar del pensionista, está cerrada y seguramente quede clausurada de manera indefinida en un par de semanas, en cuanto pasen las fiestas patronales, tal y como comenta un cliente que acaba de hacer entrada en el negocio. Otro de ellos apunta que en esas fechas especiales se puede llegar a hacer una quinta parte de la caja de todo el año.
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Por suerte para sus vecinos, hace poco más de una semana acaba de abrir el Campos, que es como se ha llamado toda la vida, por lo que en realidad es una reapertura, lo cual da ánimos a los habitantes de Guadajira después de un invierno en que no había un solo bar abierto. Esta ausencia momentánea de bares explicaba esta semana que en la plaza del pueblo un grupo de mayores estuviera sentado en unas sillas de plástico frente a las mesas frente al pequeño supermercado, donde compran las latas frías y las consumen en la calle, un botellón en toda regla que allí practica allí la tercera edad a falta de bares.
A Sonia Gómez aún no le han instalado el grifo de cerveza y las despacha con latas o litros. La mañana de ese martes acababa de servir sus primeras tostadas a los funcionarios que trabajan en la finca de La Orden, de la Junta de Extremadura.
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Los padres de Sonia son de Lobón, el pueblo siguiente en dirección a Mérida, ella de joven se tenía pareja en Guadajira, emigró a Cataluña y regresó con su antiguo novio hace ocho años. «He sido frutera, panadera y siempre he trabajado en la hostelería, que es lo que más me gusta. De hecho, hace ocho años abrí aquí otro bar y había mañanas en las que servía cuarenta tostadas. Ahora llevo una semana y me está ayudando todo el mundo, mi familia y mis amistades, aunque entre semana veo que la cosa está algo más flojo todo, así que yo llego a las ocho y media de la mañana y cierro según vea cómo está de gente, me adapto a la clientela que haya. El domingo me fui a las doce y otro día a las dos de la mañana, que es la hora límite».
Sonia Ramírez Bar Los Ramírez en Novelda
A menos de media hora de Badajoz está la pedanía de Novelda, que tiene poco más de 900 habitantes. En la calle Calzada hay dos bares, uno que este martes estaba cerrado y otro que regenta desde hace dos años Sonia Ramírez, el Bar Los Ramírez. Barra amplia con forma de 'U', de azulejos y rematada en madera, dos máquinas de bolas de a un euro, la tele puesta en una esquina, cartas de helados y sillas de plástico en su interior son el contenido de un local que Sonia empezó a regentar hace dos años y que va a echar la persiana. «Me rindo, llevo toda la vida en la hostelería –cita todos los negocios de Badajoz por los que ha pasado–, quise montar mi propio negocio y empecé muy ilusionada, pero ya no puedo más, no sé si es porque soy forastera o qué, pero al principio iba bien y ya no, me voy decepcionada».
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Sonia explica que solo el local son 600 euros al mes, y una caja diaria apenas llega a los cien euros y los fines de semana a los 300. «Entre semana no paso de servir 30 ó 40 cafés, y si el fin de semana el hogar del pensionista está cerrado unos 50. Luego sigo con las cañas, se me va un dineral en aperitivos porque no pongo patatas fritas sino morcilla mondonga, hígado,.... abro a las siete y media de la mañana y cierro a las doce de la noche a veces, pero hay días malísimos. El último domingo no entró nadie entre las cuatro y las nueve de la noche. Solo si hay fiesta en el pueblo se llena», dice antes de que una grupeta de ciclistas pare a desayunar en el Ramírez. Entre ellos va Manuel Albarrán, ex comercial de Heineken y Cruzcampo recién jubilado y que conoce bien la realidad de estos locales. «Tras la pandemia ha subido el negocio en la capital, pero en los pueblos pequeños baja y con la subida de impuestos y de los gastos de luz muchos se vuelven insostenibles. Dan para un pequeño sueldo de quien lo lleva y poco más», analiza.
Salvador Isidro Bar La Cañada en Ruanes
«Dónde vamos a ir si nos quitan los bares». Así lo manifestaba un vecino, cerveza en mano, tras la jornada laboral de mediodía. Lo decía en la esquina de la barra del único bar que hay en Ruanes, uno de los municipios más pequeños de la provincia de Cáceres, con 80 habitantes, según el INE.
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Según informa Javier Sánchez Pablos, Su responsable es Salvador Isidro, que también fue alcalde y diputado provincial. A pesar de ello, no dejó en ningún momento la barra. Regenta La Cañada, que abrió sus puertas hace 22 años. Recuerda que antes era el antiguo bar del pueblo y se transformó en una cafetería-bar restaurante. No tiene dudas de que cumple una labor social en muchos sentidos. Además, tiene otras peculiaridades al estar justo al lado de la carretera Ex 381 que une Trujillo con Montánchez.
Isidro apunta que no falta la clientela fija del municipio. «Algunos salen a diario, bien por la mañana para el café o la cerveza y otros por la tarde, con el refresco». También tiene identificados a los que salen los domingos, después de misa. Algunas tardes, sobre todo, la de los fines de semana, entra algún niño para su vaso de agua o refresco, tras el juego.
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Reconoce que el bar es el lugar de distensión y de tertulia. «El ser humano necesita hablar con alguien. Si no estuviéramos, no tendrían sitio donde ir ni juntarse. Aquí se pregunta por la familia y por los vecinos, por el ganado». Tampoco faltan los temas socorridos, como la política o el fútbol. Tal es la situación que la ausencia continua de algún cliente local provoca, a veces, la llamada de teléfono para ver si está enfermo o si se ha marchado con la familia, explica el regente. «Y la hora de cierre es hasta que se va el último». De hecho, de forma jocosa, comenta que alguna vez ha habido alguna llamada para ver si se encontraba ahí un determinado familiar, al ver que llegaba tarde a casa.
En su época de político, entre refresco, chato de vino y cerveza, no faltaban las visitas de vecinos para intentar solucionar algún problema, preguntar por una calle o por su campo. «A los alcaldes de los pueblos pequeños, te preguntan en cualquier sitio, incluso, en el trabajo, pero estábamos acostumbrados».
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La evolución de los tiempos también ha hecho que este bar se haya convertido en un aliado de las empresas de mensajería. «Ahora dejan paquetes aquí para mucha gente, desde grandes escaleras, hasta cosas minúsculas. Saben que no hay ningún problema», remarca.
Una de esas peculiaridades de La Cañada es que, a pesar de estar situado en el pueblo más pequeño de la zona, acoge a clientes de localidades vecinas. Asimismo, sirve comidas a diario a personas de paso y trabajadores. Los fines de semana tiene, sobre todo, visitantes. Salvador Isidro señala que también cumple con un servicio necesario en un pueblo pequeño, como es poder atender encuentros de familiares en momentos especiales, como puede ser un fallecimiento. Recuerda que la mayoría de la población en Ruanes es mayor. Cuando llegan los familiares de otros lugares, solo tienen su bar para poderse juntar, apostilla.
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Por todo ello, considera que es una buena idea la propuesta de Teruel Existe. Recuerda que siempre se habla de la España vaciada, pero luego no se hace nada. Esas ayudas favorecería al medio rural ante la gran subida de precios. «El del café ha subido en un año tres veces», sostiene. A pesar de estos inconvenientes y de la pandemia, este bar consigue, no sin esfuerzo, mantenerse vivo.
Simina Cristina Sturz Bar de Conquista del Guadiana
La localidad de Don Benito cuenta, además de con seis entidades locales menores, con una pedanía que se encuentra a casi 30 kilómetros. Es Conquista del Guadiana, pueblo de colonización que, según el INE, tiene 110 habitantes. Según informa Estrella Domeque, a la entrada, justo después del cartel de bienvenida, aparece otro más importante si cabe: Café-Bar, a 300 metros. Sin embargo, la pandemia había dejado ese cartel sin destino, porque el bar cerró durante dos años, su dueño desistió, y así, con la persiana bajada, estuvo hasta hace ocho meses.
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Simina Cristina Sturz es la que ha vuelto a dar vida a ese bar, pero también al pueblo. Natural de Rumanía, a sus 21 años y después de apenas 10 meses en España, ya habla el idioma con soltura. «No sabía decir ni hola, pero los más jóvenes me van explicando aquí muchas cosas y se aprende rápido», cuenta al otro lado de la barra.
Sus padres llevan aquí 20 años y fueron ellos los que la animaron a hacerse cargo de este bar sin dueño, pero que cuenta con el apoyo económico del Ayuntamiento matriz ya que el arrendatario no paga ni la luz ni el agua, con un alquiler casi simbólico que ronda los 30 euros. «No te haces rico, pero se está muy bien y tengo un trabajo estable», reconoce la joven que compagina el trabajo con sus estudios, «es bueno para mí y bueno para el pueblo que tienen un lugar para disfrutar y hablar unos con otros».
Las primeras conversaciones son acompañando el café matutino, en torno a las 9; después llegan las cañas de mediodía, pero el bar no tiene horario de cierre, no lo necesita, «en cuanto se lo digo a uno todo el pueblo sabe ya a qué hora cierro; normalmente cierro cuando la gente se va».
Los fines de semana, las conversaciones de los vecinos se mezclan con el jolgorio de la gente más joven que vienen a ver a los mayores, «la suerte de tener ahora el bar es que se juntan todos aquí». Para Simina el bar es muy necesario, «igual que tener la tienda de ultramarinos, porque hay gente mayor que no tiene familia; sin este bar, el pueblo no tendría vida».
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Después de ocho meses, Simina también ha hecho su vida aquí y se siente una más. Aprende español, pero también las costumbres de sus clientes que, nada más entrar por la puerta, no tienen ni que decir aquello de 'Ponme lo de siempre'. Pese a su juventud, mira de momento este negocio con ilusión, «ahora mismo sí me lo planteo para mucho tiempo, me gusta».
«Nos ha cogido cariño», interrumpe Manuel, natural de Olivenza, pero que lleva más de 50 años en el pueblo. Simina ya sabe que lo suyo es siempre su copa de vino, en la barra. «Vengo todos los días, puntual, a las 10 de la mañana para el café y a la 1», dice este vecino que no concibe que volviera a cerrar el bar, «antes, si querías tomar un café, te tenías que ir del pueblo».
«Si no hubiese bar, no habría socialización en el pueblo, las conversaciones en los bares son muy necesarias aquí», apunta Víctor, que acompaña a Manuel en la barra con una cerveza, «es importante que haya bar, pero también habría que proteger otras cosas, como la escuela, que cerró hace un año; hay que proteger a los pueblos».
Las conversaciones de Víctor y Manuel se van cruzando con los saludos a los que van llegando, como el alcalde pedáneo, Juan Antonio Gómez, que opta por compartir mesa en la terraza con vecinos y amigos. «El bar le da mucha vida al pueblo, si no, aquí no habría nada y la gente ni saldría», comentan. «Estás al revés sin el bar», recuerdan sobre el tiempo que estuvo cerrado, aunque ahora también se habla entre trago y trago de temas como las próximas elecciones.
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Ahora, ese cartel de 300 metros de la entrada vuelve a llevar a su destino, a la plaza Magallanes, al Café-Bar Los Conquistadores de esa España vaciada que ni aparece Google Maps.
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