La última máscara del independentismo catalán, la afirmación de que era pacífico, ha caído esta semana con los episodios violentos que se han extendido por toda Cataluña. Ya saben ustedes, la revolución de las sonrisas. Y no vale la justificación de Torra de que quienes causan esos destrozos son infiltrados, ajenos a la fe independentista. Si fuera así, si no se hubieran movilizado alentados, (y quizá organizados) desde los despachos de la Generalitat, quienes tienen la responsabilidad de gobernar Cataluña, no de incendiarla, los hubieran frenado desde el primer momento. ¿Qué gobernante anima a que se corten carreteras y vías de tren y bloqueen aeropuertos?
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Previamente, al independentismo se le han ido cayendo otras máscaras. La de que es un movimiento integrador, no xenófobo. El vídeo que se difundió hace unas semanas en la que líderes independentistas abroncaban al director de un centro de salud porque una médico había hablado en castellano a una paciente muestra la carga de xenofobia de una ideología excluyente.
Ciertamente, no todos los independentistas respaldan comportamientos violentos o supremacistas, pero en los últimos años hemos conocido demasiados episodios -muchos en colegios y con niños como protagonistas- en que se pretendía humillar a quien no se sitúa en el lado correcto de la historia, que en Cataluña es el nacionalista.
Caídas las máscaras, apagadas las llamas, queda hacer recuento de los daños de las algaradas, que son cuantiosos; y no solo económicos. La herida social que se produjo en 2017 sigue abierta
La Generalitat está regida por unos gobernantes peligrosos que, muy probablemente, y tal como dicta la máxima histórica, acabarán siendo devorados por su revolución. Todas las revoluciones terminan así.
Ojalá aparezca una nueva generación de políticos más realista que sea capaz al menos de arreglar algunos de los estropicios causados durante este tiempo. De momento, no hay motivos para ser optimistas. Tras años de procés, la conclusión desalentadora es que el problema catalán no tiene solución. Es una enfermedad crónica, que de cuando en cuando experimenta fases aguda. Pasó en la Segunda República, cuando también se declaró la independencia. Y ha vuelto a pasar ochenta años después. El nacionalismo es una dolencia de por vida, incurable, que debemos intentar sobrellevar. Los dirigentes políticos pueden contribuir a atenuarla o a agravarla, pero no tienen la fórmula para solucionarla.
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Todavía hay quien se extraña de que el independentismo catalán haya crecido en los cuarenta años de democracia, cuando Cataluña ha gozado de más autonomía. Y no caemos en la cuenta de que Cataluña, desde Pujol hasta hoy, ha sido sometida a una operación política que tiene mucho de ingeniería social: convertir en nacionalista a la mayoría de la población con dos herramientas muy eficaces: falsificando la Historia en los colegios y retorciendo la realidad en los medios de comunicación que controla la élite nacionalista para convencer a los catalanes de que son las víctimas. Niños cuyos padres o abuelos nacieron en Jaén o en Badajoz que creen que España es un estado represor, la causa de todos sus males.
Si a esto le añadimos los errores que han cometido los gobernantes españoles, tanto del PSOE como del PP, que creyeron ingenuamente que las sucesivas concesiones de más competencias de gobierno y más autonomía aplacarían el ansia independentista, tenemos el resultado que hemos visto esta semana. El objetivo es la separación del resto de España, no otro. No un estado federal o confederal, sino un estado propio.
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Las manifestaciones y protestas acabarán, pero la enfermedad del nacionalismo no remitirá. Tal vez se alivie. Una sociedad próspera como la catalana no puede estar mucho tiempo aguantando el vandalismo que hemos contemplado estos días. Los jóvenes que juegan a hacer la revolución amparados o comprendidos por sus papás se cansarán. Ya tienen su foto heroica enfrentándose a la Policía. El fuego cesará, pero el independentismo que hemos contemplado en su desnudez esta semana no desaparecerá.
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