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Reconozco que me equivoqué. Escribí que el delirio independentista lo pararía la fuga de empresas de Cataluña; creí erróneamente que la constatación de que la independencia es una ruina iba a hacer rectificar a unos políticos lanzados hacia el precipicio. Pero no, no frenaron. Hicieron amagos de recular con tramposas invitaciones al diálogo, montaron sesiones parlamentarias esperpénticas, pero siguieron acelerando hasta darse el gusto de proclamar la república catalana y arriar la bandera española de los ayuntamientos.
El delirio, la enajenación política de los gobernantes catalanes es mucho más grave de lo que suponíamos. Ni la evidencia de que ningún gobierno serio va a reconocer a Cataluña como un estado independiente; ni la constatación de que el Gobierno español no tenía más opción que aplicar el artículo 155 les hizo entrar en razón. Tampoco las mediaciones de última hora de políticos nacionalistas como Urkullu hicieron mella en la determinación suicida de Puigdemont y su equipo. Había que llegar hasta el final, saltar del avión sin paracaídas, y lo hicieron.
«Querían la independencia y van a perder la autonomía», escribía apesadumbrado estos días un periodista catalán al valorar el inmenso daño que el independentismo le está haciendo a Cataluña.
¿Y ahora qué? Rajoy, que nunca quiso activar el artículo 155, se vio obligado a ello y tiene que medir con tiento cómo lo aplica. Las primeras medidas tomadas el viernes muestran que ha optado por una versión suave: cese del Govern, control de los Mossos y, sobre todo, elecciones el 21 de diciembre. La convocatoria que no se atrevió a hacer Puigdemont la hace él para que los catalanes se pronuncien. Una buena jugada que pone la pelota en el tejado de los independentistas. Además, no se suspende la autonomía sino que se destituye a quienes han violado la ley.
Aun habiendo optado por una intervención mínima, nos engañaríamos si pensáramos que esta intervención va a ser fácil. No lo será. Reinstaurar la legalidad en Cataluña va a doler. Y mucho.
Es importante que el Gobierno haya logrado el apoyo de PSOE y Ciudadanos, pero ese respaldo no garantiza que todas las medidas que se tomen vayan a ser comprendidas y mucho menos aplaudidas por unos ciudadanos abonados al 'buenismo' que envuelve la política desde hace años. Queremos que nos arreglen los problemas, que nos curen, pero que no duela, que no nos cueste nada.
A ese buenismo se ha apuntado Podemos en los últimos meses: no le gusta la independencia pero tampoco le gusta el 155. De paso Pablo Iglesias trata de hurtarnos el hecho clave de que la DUI es ilegal y que el artículo 155 se ha aprobado de acuerdo con la Constitución.
La estrategia de Iglesias no es nueva. Son muchos los partidos que han tratado de recoger votos con las dos manos y a la postre los han perdido a chorros. El independentismo ha sido una trituradora de partidos. Dañó al PSC, que escuchó los cantos de sirena del catalanismo en tiempos de Maragall y perdió votos por millones: no convenció a los nacionalistas y los no nacionalistas que le habían votado siempre huyeron hacia siglas como Ciudadanos. Los socialistas tenían solo 16 diputados en ese Parlament recién disuelto. Eran la tercera fuerza, irrelevante.
La capacidad corrosiva del independentismo se ha demostrado también en la división de la antigua CiU, rota en dos, con Convergencia (hoy transformada en PdeCat) convertida al secesionismo y Unió fuera del Parlament. Los dramáticos llamamientos a la cordura que han hecho estos días antiguos diputados unionistas como Durán i Lleida han caído en saco roto. En situaciones explosivas como la actual solo se escucha a los más radicales.
Podemos ha flirteado con los secesionistas y ha descolocado a muchos de sus votantes del resto de España, que no acaban de entender cómo desde la izquierda se puede ayudar a construir más fronteras aliándose con la burguesía catalana más supremacista. Le va a costar recuperar el crédito que han perdido en estas semanas.
El primer test de cómo ha afectado la crisis catalana a los partidos lo tendremos el 21 de diciembre. Veremos quién gana y quién pierde en este endiablado juego en que se ha convertido la crisis catalana. Es posible que ahora los partidos independentistas tengan la tentación de no participar. Si ya se consideran una república independiente, ¿cómo van a acudir a unas elecciones convocadas por Rajoy?
Pero no se equivoquen, pasado el subidón de las celebraciones 'indepes', se presentarán. Hay demasiado poder en juego y los nacionalistas no lo quieren perder. Si hasta se han escondido en el voto secreto para que la justicia no les pueda imputar un delito, no se les ve muchas intenciones de inmolarse. Aquí mártires, Santa Eulalia. Y pare usted de contar.
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