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Juntos, revueltos, felices
Carta de la directora ·
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La semana pasada, en la serie de reportajes de verano que HOY ofrece durante el mes de agosto, Antonio Armero contaba la historia de José Luis Gracia, Lertxundi, un vasco enamorado de Hervás desde que conoció allí hace medio siglo a su mujer, Encarna Colmenar, y donde no ha dejado de veranear desde entonces. Hervás le gusta tanto a su familia, que uno de sus hijos incluso se ha comprado una casa allí.
En verano, las plazas y las piscinas de los pueblos españoles son la mejor representación de la historia mestiza de este viejo país: los nietos de los emigrantes que tuvieron que abandonar hace décadas su tierra en busca de un empleo que en sus pueblos no existía, regresan del norte a conocer sus raíces y a disfrutar de los lugares hermosos de donde procede su familia.
Solo hay que poner el oído para escuchar cómo niños y adolescentes que se llaman Aitor, Irati o Julen, nietos de extremeños emigrados al País Vasco y Navarra mezclan acentos, ríen, juegan y comparten complicidades con las Lucía, Nuria, Nicole o Alain, nietos a su vez de emigrantes en Madrid, en Cataluña o en Francia. Y hasta se enamoran en amores de verano o para toda la vida como Lertxundi y su esposa Encarna.
Hace una semana, en la plaza de La Alberca, un concurso de cortadores de jamón extremeños y salmantinos era admirada por un montón de emigrantes de vacaciones que recuperan en verano los colores y paisajes de su infancia. Estaban mezclados con hurdanos que suben de Las Mestas y Pinofranqueado a entretener el día con la animación albercana y junto a ellos, turistas de ocasión de medio mundo. Se ven vizcaínos (con ocho apellidos vascos o con ninguno, o mitad y mitad, quién sabe) que, mientras hojean El Correo que les tiene al tanto de las andanzas de su Athletic, siguen atentos la destreza técnica de cortadores llegados de Cáceres, y se admiran del primor con que colocan el jamón en los platos. Y hasta confían en aprender algo del mimo con que los profesionales van sacando lonchas perfectas.
Algunos de los espectadores del concurso puede que por la tarde bajen a refrescarse a la espectacular piscina natural de Las Mestas, a comer cabrito en Riomalo y a contemplar el meandro El Melero, famoso ya a fuerza de vídeos que nos muestran su geométrica belleza.
Y ahí también se mezclarán con otros emigrantes o hijos de emigrantes y hasta conocerán a primos lejanos que en los años sesenta se instalaron en Avilés, Durango o Rentería, o Cornellá...
En centenares de pueblos españoles se entretejen en verano esas historias de reencuentros con amistades casi olvidadas, se les pone cara a familiares que solo se han conocido por los relatos de las abuelas y se aprende a querer la tierra que en ocasiones se maldijo porque expulsaba a sus hijos en busca de una vida mejor.
Españoles de todos los acentos, de todos los orígenes, se mezclan, se cuentan orgullosos los progresos de sus hijos y de sus nietos, que son abogados o médicos y, olvidadas las anteojeras que nos colocan los políticos, disfrutan juntos de un envidiable país.
En estos días se aprecia más que nunca lo lejos que está la España real de la oficial. La España que brega día a día con sus trabajos y sus afanes y que en verano se desparrama por pueblos y playas y se reencuentra y saborea lo ya conocido, o se admira de rincones que desconocía y que a lo peor hasta hoy había despreciado, tiene poco que ver con la España oficial que quiere poner barreras entre unos y otros, despertar agravios, alimentar supremacismos para adquirir ventajas.
La historia de Lertxundi y Encarna es la historia de millones de españoles, vascos, extremeños, castellanos, catalanes, que viven, se enamoran, sufren, pelean, se mezclan, se reconocen y son felices juntos. Y revueltos.
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