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Aveces, sin ser consciente de ello hasta más tarde, levanto la mirada del ordenador ante el que trabajo y mis ojos van a parar a las cortinas de enfrente, que tamizan la luz que llega de la calle. En esos momentos mi mente divaga y unas veces va a casa de mi madre, a la que no veo desde hace más de un mes salvo por fotografía, y otras se para en algún recuerdo. Uno recurrente es el de las últimas Navidades, cuando estuvimos con nuestros hijos juntos y felices. En mi cabeza los oigo reír y hacer planes, y ahí me quedo un tiempo que luego me doy cuenta que es demasiado largo para el reloj y demasiado corto para el corazón.
Es extraña la mente. Durante estos días le ha dado por recordar una pequeña historia de hace mil años: un reportaje que escribió Rosa Montero sobre grandes viajes (¡Si hará años, Rosa Montero aún periodista!). Junto a gente famosa que había convertido en oficio lucrativo su afición viajera, en el reportaje participaba una monja de clausura para la que el viaje más deseado era ir hasta el balcón que veía al alzar la vista desde el patio del convento y poder mirar desde allí a sus compañeras mientras paseaban. Todo su espíritu de aventura quedaba satisfecho en la distancia que había entre el balcón y el patio.
El caso es que el recuerdo de esa monja, que ha llegado hasta mí por los extraños efectos que causa en mi mente la luz que llega de la calle, me está dando una lección en este momento tan raro de mi vida. Y así voy del cuarto de estar a la cocina, de la habitación a la ventana, intentando verlo todo del modo en que lo vería aquella monja, que era –ahora lo sé– viajera y sabia.
Les recomiendo que hagan como yo, porque cuando lo consigo el confinamiento desaparece. Según la física, son viajes de apenas unos metros. Pero qué sabe la física sobre el verdadero significado de ver mundo.
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