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CAMINO A ÍTACA ·

TROY NAHUMKO @TROYNAHUMKO

Sábado, 17 de octubre 2020, 10:14

He de admitir que no supe de la existencia de Eurovisión hasta que no llevaba viviendo en España unos años. Sin embargo, una vez descubierta fue una auténtica revelación. Era como si hubiera descubierto el origen secreto de todos los estereotipos del Viejo Continente propagados durante los últimos treinta años por las películas hollywoodienses. Había de todo donde elegir: alemanes malhumorados vestidos de negro botando al ritmo del techno, finlandeses de aspecto enojado pero de algún modo amigables, bramando algún canto fúnebre del death metal, y con al menos un atuendo retro-tradicional que en realidad no se ha visto en al menos 150 años. Había encontrado la fuente secreta de inspiración de la que beben comediantes como Mike Meyers.

Este descubrimiento se produjo mucho después de los años en los que Eurovisión era lo suficientemente popular como para lanzar las carreras del mismísimo Julio Iglesias, o de grupos como ABBA. Fue justo cuando se impuso el cantar las canciones en inglés. Un cambio que convirtió el programa en algo que ahora se asemeja vagamente al entretenimiento que puedes encontrar en un crucero, pero con acentos desconocidos intentando cantar palabras que suenen remotamente familiares. Pero, aun así, hay algo entrañable en las mariposas bielorrusas, las drag-queen barbudas de Austria y las mujeres transexuales de Israel vestidas de pájaros. Todo era tan exóticamente europeo que me sentí como uno de los Griswold descubriendo un continente misterioso.

Pero, un momento... ¿Israel? ¿Me he perdido algo? ¿No es un concurso europeo? He visto el Cáucaso desde la falda sur y he navegado a través del Bósforo, por lo que estoy bastante seguro de que, por muy fuertes que sean sus grupos de presión, Israel está a, al menos, mil kilómetros al sur de Estambul. Podrían acudir como invitados, al igual que Marruecos o cualquier otro país de fuera del continente, pero por definición nunca podría ser uno de los nuestros.

Uno de los nuestros, una frase que se oye cada vez más en estos oscuros días de políticas identitarias. Días en los que grupos de ambos extremos del espectro político se juntan alrededor de un concepto diáfano de identidad compartida mientras alimentan las diferencias entre uno de los nuestros, 'lo nuestro' y lo de los que no pertenecen a la misma tribu. Es un nacionalismo mucho más oscuro que los trajes de licra de Eurovisión. Nunca he compartido la aversión que tienen muchos españoles a su bandera, pero tengo que admitir que parte de la orgía de banderas del pasado lunes conlleva presagios de peligro.

¿Qué quieren realmente aquellos que ondean banderas fascistas? ¿Regresar? ¿Regresar, a dónde? ¿Son las pobres almas que flotan en el Mediterráneo verdaderamente una invasión diseñada para robar nuestros puestos de trabajo y debilitar nuestro sistema de salud? ¿O es que hay algún 'patriota' que los esté subcontratando? ¿Va a venir realmente la banda de Soros a implantar un chip en nuestras cabezas y destripar 'nuestra' religión? ¿Es la fe algo tan 'nuestra' como las mujeres israelíes vestidas de pájaros? Algo tan 'nuestro' como Ralph Lauren y las banderas hechas en China.

La próxima vez que te encuentres 'lo nuestro', párate un minuto a pensar cuánto de 'nuestro' es realmente.

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