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CERRAMOS una extraña semana en la que Estados Unidos se ha acabado asemejando electoralmente a Tanzania, con un presidente clamando que hay fraude electoral y un lentísimo escrutinio impropio del país que ha encabezado la revolución digital. La democracia más antigua y admirada del mundo, acostumbrada a darnos lecciones a todos (y nosotros a aceptarlas con las orejas gachas) puesta patas arribas desde la Casa Blanca, quién lo iba a decir.
Los teóricos de la política llevan años advirtiéndonos que las democracias occidentales muestran graves síntomas de fatiga. Damos por supuesto que cuando en un estado se instaura un sistema democrático y se crean las instituciones precisas para defenderlo no hay vuelta atrás. Pero parece que no es así. Basta que se aflojen algunos de los tornillos que garantizan el funcionamiento de la democracia para que la maquinaria se averíe. Lo estamos viendo en directo en Estados Unidos. El jefe del Ejecutivo declara sin pruebas que hay fraude electoral y el desbarajuste que eso supone solo se frena porque los jueces parece que no están dispuestos a avalar su delirio y los principales medios de comunicación le dicen a la cara que está mintiendo.
Pero no hace falta una actuación tan histriónica como la de Trump para que la democracia sufra. En España hemos conocido estos días el propósito del Gobierno de crear un comité para luchar contra la desinformación que huele todo lo mal que puede oler una iniciativa política que pretende desde el Ejecutivo definir qué es información y qué no. Se presenta como un plan destinado a parar los bulos e incluso las campañas de desinformación que llegan del exterior (tenemos el ejemplo de Rusia y su intervención en el 'procés' catalán), pero incluye unas prerrogativas sobre los medios de comunicación que hacen que se disparen todas las alarmas.
El periodista Luis Anarte lo definía con claridad el viernes en HOY al afirmar que es normal que las fuerzas de seguridad tengan grupos de investigación especializados para detectar campañas de desinformación, pero no se entiende que se cree un comité político, dirigido desde La Moncloa.
Claro que hay que luchar contra los bulos. Los medios de comunicación lo hacemos a diario. Pero no parece que el mejor camino sea el de poner a Iván Redondo al mando de un 'ministerio de la verdad', encargado de decidir si nuestras informaciones se atienen o no a los criterios que el Ejecutivo considera aceptables. En España ya tenemos la Constitución para garantizar el derecho a la información, que no es de los periodistas sino de los ciudadanos, y unos tribunales que se encargan de condenar al medio o al periodista que se salta la ley. Reforzar los mecanismos de lucha contra las noticias falsas es unos de los objetivos de la Unión Europea, que es consciente del peligro que entrañan. Se ha demostrado con el Brexit, afectado por operaciones dirigidas a orientar el voto en contra de la permanencia en la Unión Europea utilizando para ello redes sociales como Facebook. Pero el encargo de la UE no incluye que se creen comités políticos.
En esta semana plagada de extrañas noticias una más, y de las más tristes, es que el Gobierno haya pactado con los nacionalistas rebajar el estatus del castellano, que pierde su condición de lengua vehicular en la enseñanza. La lengua de todos los españoles, (y de 400 millones de personas más por todo el mundo) rebajada a segunda lengua por los políticos que trabajan sin descanso para borrar toda huella de lo español en sus territorios. Imbuidos en las urgencias de la pandemia, en la suma diaria de muertos y contagiados, cansados de una crisis sanitaria a la que no le vemos fin, no nos da tiempo a advertir de que por el camino, día a día, nuestra democracia se debilita.
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