Borrar
Mio Cid

Mio Cid

irene sánchez carrón

Domingo, 16 de junio 2019, 09:54

LA decisión de la Biblioteca Nacional de exponer el Códice de Vivar que contiene el 'Cantar de Mio Cid' me ha animado a rebuscar por casa los ejemplares que conservo de esta obra fundacional de las letras hispánicas, adquiridos en mis años de estudiante de Bachillerato. Uno es la edición de Colin Smith en Cátedra; el otro es la versión actualizada del poema que Francisco López Estrada adaptó para la editorial Castalia, pensada para salvar las dificultades del castellano antiguo. Junto a ellas, también conservo la edición facsímil del códice que ahora se expone.

Como digo, tuve el Cantar de Mio Cid como lectura obligatoria en aquel Bachillerato de los años ochenta en el que todavía nadie se planteaba si los clásicos de nuestra literatura (Los Milagros de Nuestra Señora, El Libro de Buen Amor, El Conde Lucanor, Las Coplas a la muerte de su padre, La Celestina, El Lazarillo, El Cántico Espiritual, El Quijote) eran lecturas apropiadas para adolescentes. La cuestión, para bien o para mal, no se debatía. Los profesores dictaban la lista de libros a principio de curso y los alumnos procurábamos hacernos con los ejemplares sin rechistar. Luego unos nos peleábamos con los textos y otros trataban de salvar el examen a base de resúmenes prestados.

¿Que si era difícil la tarea? Muchísimo. Recuerdo haber copiado versos para ver si lograba desentrañar el contenido partiendo de una forma que se retorcía como una vid vieja. ¿Que si a todos nos gustaban estas obras clásicas? Pues dependía de la obra y dependía de los lectores. En mi caso, me gustó el 'Cantar de Mio Cid', porque el contenido era asequible, gracias, por supuesto, a las notas a pie de página, a las explicaciones de la profesora y a la guía del libro de texto. Además, aquella profesora tuvo el acierto de proponer la lectura de la obra de teatro 'Anillos para una dama', de Antonio Gala, lo que nos ofreció una dimensión diferente de la misma historia. En el caso de 'El Libro de Buen Amor', no comprendí hasta unos cuantos años después, siendo ya estudiante universitaria, la riqueza que encerraban sus páginas. He de confesar que, por entonces, me enemisté para siempre con la moralina de 'El Conde Lucanor'. Disfruté muchísimo con la galería de personajes de 'La Celestina', una obra maestra. Y me hirió para siempre la belleza de 'El Cántico Espiritual' de San Juan de la Cruz, leído entonces y releído tantas veces a lo largo de los años. «¿Adónde te escondiste, amado, y me dejaste con gemido?».

En la década de los noventa, ya de vuelta al instituto como profesora, descubrí que el debate sobre la lectura de los clásicos en la escuela había comenzado. A lo largo de estos años he presenciado cómo mis compañeros de Lengua y Literatura hacían frente de la mejor manera posible a este cuestionamiento constante de la materia que impartían. Primero se debatió para qué podía servir conocer a nuestros clásicos y luego vino la puesta en tela de juicio de las Humanidades en general. A día de hoy sigue sin haber una postura clara en cuanto a las lecturas, pero las discusiones han propiciado que los clásicos ocupen menos espacio en los programas y que otros títulos, supuestamente más asequibles, conformen ahora la lista de lecturas obligatorias o solo recomendadas.

Posiblemente no hubiera vuelto sobre el 'Cantar de Mio Cid' si no lo hubiera leído en la adolescencia. Ha sido emocionante, como abrir una caja olvidada que encierra recuerdos imborrables y sorprendentemente nítidos. La circunstancia de que las primeras tiradas de versos se hayan perdido ha propiciado un inicio 'in medias res' que resulta estremecedor: «De los sos ojos tan fuerte mientre lorando / tornava la cabeça y estava los catando». Sí, estos versos nos presentan a un héroe que llora, pese a que la literatura épica, desde Homero, no suela presentar las lágrimas de los héroes, ni siquiera las de los varones. Desde esos primeros versos fundacionales de nuestra literatura, el juglar, de pueblo en pueblo por la ancha Castilla, muestra a un héroe distinto, más humano, más de este mundo. Esa humanidad alcanza su cénit en las escenas familiares del Cid como padre y esposo, hasta tal punto que la narración de las batallas va perdiendo fuelle a lo largo del libro en favor de la acción doméstica del casamiento y posterior ultraje de las hijas del Cid.

La recién nacida Castilla, como todas las naciones que quieren emerger, necesitaba héroes, pero se fijó no en un rey, sino en un vasallo; construyó un héroe distinto, no solo un buen soldado sino sobre todo un hombre mesurado y sensato, con sentido del humor, amigo de sus amigos, astuto en ocasiones, buen padre y buen esposo. Toda elección alberga una ideología, y es evidente que este tipo de personaje transmitiría ciertos valores a la por entonces joven nación.

Ahora que llevamos años enfrascados en debates lingüísticos de género, me sorprende la naturalidad con la que el poeta del Cantar utiliza el lenguaje inclusivo, buscando seguramente expresividad: «Exien lo ver mugieres e varones / burgeses e burgesas por las finiestras son».

La expresividad y la belleza de una lengua temblorosa que da sus primeros pasos ha conmovido a muchos lectores a lo largo de los siglos. Castilla hubiera sido distinta con otro héroe, y la literatura española también.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

hoy Mio Cid