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Tengo varios alumnos jubilados. Uno de ellos asegura que él pertenece a la generación sin huevos. «De niño me dijeron que cuando fuera padre comería ... huevos, pero cuando fui padre me quedé sin huevos para dárselos a mis hijos, cuando fui abuelo, me quedé sin huevos metafóricos para cuidar a mis nietos y cuando mis nietos crecieron, no he podido disfrutar de los huevos, o sea, de la vida, porque tengo que cuidar a mis padres», razona con resignación.
Lo de la generación sin huevos es una ocurrencia de mi alumno, pero el nombre popular de quienes estamos quemados por dedicar nuestra vida a cuidar a hijos, nietos y padres es generación lasaña o también generación sándwich, términos acuñados para referirse sobre todo a esas mujeres que cuidan a la vez de padres y nietos. Eres, en fin, como una loncha de jamón o un relleno de carne atrapado por dos rebanadas de pan, por dos capas de pasta, por tus nietos y tus padres tras haber sido atrapado por tus hijos.
Y donde escribo atrapado, debo poner atrapada para ser más preciso porque sí, así es, sobre ellas, sobre las hermanas de la familia, recae la responsabilidad de esos cuidados. Se trata de una tradición, de una costumbre, de una educación y de que los propios padres creen que los hombres no tienen tanta obligación de cuidarlos y los eximen de atenciones. Y nosotros, aunque sabemos que eso no es así, nos dejamos llevar y reaccionamos solo cuando nos ponen la pistola en el pecho. Ellas cuidan por inercia, por educación, por una obligación tan falsa como manipulada. Nosotros cuidamos si nos ponen una hora, un día, un calendario y no nos queda más remedio.
Sé de lo que hablo porque soy lasaña pura: si todo transcurre bien, dentro de tres semanas seré abuelo al tiempo que me rodean padre, madre y suegra de entre 91 y 92 años. El sándwich perfecto. A veces hay lasañas de tres pisos, cuando has de atender a hijos, nietos y padres. Llevas media vida esperando la jubilación y cuando llega, trae debajo del brazo mil obligaciones. Y no se trata solo de no tener tiempo para el ocio ni el descanso, sino del coste psicológico de vivir preocupada por enfermedades, achaques, dolencias, depresiones y un horario en el que entre visitas a la farmacia, a los médicos y a casa de los padres para organizarles el pastillero y escuchar sus quejas, no da tiempo para nada y se resienten las emociones.
Hay un libro escrito por Milagros Álvarez, 'Mujeres generación sándwich: con la familia a cuestas' (Plataforma Editorial) en el que se describe a esas mujeres que, además de trabajar, asumen los papeles de toda la vida de cuidar a hijos y a padres y echar una mano con los nietos. Pero no solo se puede aplicar esto a las mujeres que trabajan, sino también a las jubiladas, que creían que empezaba para ellas un tiempo nuevo y resulta que empieza un tiempo muy viejo en el que, además de estar todo el día ocupadas con tareas familiares, ni tan siquiera pueden ir al trabajo, que no dejaba de ser una liberación. Y olvídense de los viajes para pensionistas o de alquilar una casita en Sicilia e irte allí a pasar un mes, de eso nada, monada.
Se calcula que en España hay seis millones de cuidadores no profesionales con personas a su cargo. Es una barbaridad y se trata de un esfuerzo sobrehumano que ni se valora ni se agradece. Se sufre en silencio, con la satisfacción personal de hacer lo que hay que hacer, pero con bajones tremendos al comprobar cómo se pasa la vida tan deprisa sin disfrutar como habías soñado. En este esfuerzo, los hombres colaboramos cada vez más y no nos negamos a nada, pero solo cuando nos lo piden ellas. Y eso no vale.
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