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A veces siento que ha pasado un siglo, media vida, desde los primeros días de miedo y desconcierto, hasta hoy, cuando se abre paso la confianza en que está más cerca el fin de la pandemia. Ahora sí. Hay dos imágenes que definen para mí este tiempo impreciso. Cuando la curva de muertos no dejaba de subir, aprendimos con vídeos animados cuántas horas puede vivir el virus en los pomos de la puertas. O cuánto tiempo permanecen suspendidas en el aire las gotitas dejadas a su paso por un infectado al toser, esperando justamente para contagiarnos a nosotros al doblar el pasillo de los lácteos. De vuelta del supermercado había que desinfectar la compra. En mi paranoia/ignorancia recuerdo haber dejado el saco con treinta naranjas un día y una noche bajo la lluvia en la terraza. Un método no sé si más efectivo, pero sí más cómodo que restregar cada naranja con el gel hidroalcohólico que nos acompaña desde entonces. Tras los cristales, yo contemplaba el agua caer, lavando las naranjas y empapando mi miedo. Otra imagen que define mi cuarentena es del pasado fin de semana, cuando el confinamiento se relajó y el Gobierno permitió la salida a la calle de los adultos. Desde mi ventana, otra vez tras los cristales, contemplé una romería de gente ocupando mi calle, grupos de personas disfrutando con ansia de una primavera que la lluvia generosa que desinfectaba mis naranjas unas semanas atrás ha convertido en esplendorosa. En sus risas y conversaciones no había miedo al contagio. La curva del miedo se ha desplomado, en paralelo a la curva de hospitalizados y muertos. Si la enfermedad no nos atrapó en las semanas más negras, cómo va a hacerlo ahora, cuando el brillante sol de Extremadura ha vencido a los cielos plomizos de marzo y abril.
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