De vez en cuando a HOY nos llegan cartas de lectores que se lamentan de que los diputados elegidos por Cáceres y Badajoz no hagan causa común en el Congreso y se olviden de las siglas a la hora de defender medidas que favorecen a la región. La última carta que hemos publicado, después del 10-N, va un paso más allá y plantea el enorme poder que tendría Extremadura en estos momentos si la decena de parlamentarios que elegimos fueran de un partido regional, un PNV o un Teruel Existe a la extremeña, en lugar de pertenecer a los grandes partidos nacionales. Estaría en sus manos la gobernabilidad de España y Pedro Sánchez no tendría más remedio que negociar con ellos para formar gobierno. Negociar a cambio de algo, por supuesto. O de mucho, dado lo que está en juego.
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Uno de los datos que llama la atención de los resultados del 10-N, -al margen de la ausencia de mayorías absolutas- , es que han conseguido representación en el Congreso de Diputados más fuerzas que nunca, dieciséis, y que diez de ellas solo responden a sus electores, no el conjunto de la ciudadanía. ¿Se puede gobernar España cuando la investidura está en manos de partidos que van a lo suyo, a lograr el mejor trato para su región o su provincia?
Algo habremos hecho mal, reconocía el pasado martes el presidente de la Junta cuando un asistente al Foro organizado por HOY en Badajoz le preguntó por qué hay tantos partidos nacionalistas y por qué crece su poder. Guillermo Fernández Vara admitía que los grandes partidos probablemente le han fallado a los ciudadanos, y ahora estos se refugian en las siglas locales.
No hace falta ser un gran analista para detectar ese malestar de los electores. Si la ciudadanía tiene la sensación de que otras regiones sacan más ventajas votando a los nacionalistas, se mosqueará. Y donde no existan regionalistas empezarán a brotar.
Quienes hemos defendido que es mejor que exista un poder central fuerte, que gobierne para toda España, sin importar norte o sur, este u oeste, observamos que hay zonas en España en que el nacionalismo no deja de crecer y, como es su naturaleza, exigir. Ahí están Cataluña y el País Vasco, ejemplos perfectos de cómo el nacionalismo ha ido engordando legislatura a legislatura a base de vender caro su apoyo al gobierno de turno. ¿Les extraña que haya aparecido Teruel existe?
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El mapa político que nos deja el 10-N está todavía más troceado y más teñido de nacionalismo. 41 diputados se sientan en las Cortes con el objetivo de barrer para la casa de cada uno y con la sartén cogida por el mango para obligar a Pedro Sánchez a que les tenga en cuenta cuando haya que redactar los presupuestos.
Y basta echar un vistazo al mapa para caer en la cuenta de que las fuerzas nacionalistas están, salvo el caso canario, de Madrid para arriba, como si se estuviera ensayando un nuevo capítulo de la división norte/sur.
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Resulta paradójico que sea el norte, la zona de España más rica y desarrollada, la que haga bandera del victimismo y reclame mejor trato del Gobierno. O quizá no haya tal paradoja. El independentismo (lo estamos viendo en directo en Cataluña) no es cosa de regiones pobres, sino de comunidades ricas que no desean compartir su bienestar con las menos afortunadas. Así de simple.
Ignacio Marco Gardoqui escribía hace unos días en HOY que en estas elecciones se ha impuesto la filosofía 'trumpista' del 'America first', América lo primero. Y sí, parece que el nacionalismo de todos los colores y acentos goza de una excelente salud. Si triunfa, si consigue más poder gracias a su condición de llave del Gobierno, no será una buena noticia. Sufrirá la solidaridad interterritorial que inspiró la Constitución, y las regiones del sur, las menos ricas, que desde que se instauró la democracia en España han acortado distancias en su renta con la media nacional, perderán.
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