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Los extremeños que tenemos una cierta edad algo sabemos de políticos que atacan a jueces. Rodríguez Ibarra adquirió notoriedad, e incluso edificó parte de su biografía política, por sus invectivas, desplantes, adjetivos más o menos gruesos hacia quienes firmaban sentencias que no le gustaban. En honor a la verdad hay que decir que, además del expresidente de la Junta, en ese huerto han cavado muchos más y más profundamente y de todos los partidos. El último capítulo de ese subgénero de política de serie b lo protagonizan los responsables de Podemos, a raíz de que el juez Manuel García Castellón insista en que el secretario general y vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, debiera ser investigado por varios delitos a tenor de su papel en el 'caso Dina'.
Vaya por delante que me gustaría que el Supremo no coincidiera con García Castellón y que Iglesias no fuera imputado de los delitos que este magistrado le atribuye porque, habida cuenta de que este es el Gobierno que tenemos y en el Congreso no hay alternativa, lo que deseo es que tenga los menos problemas posibles, y un grave problema sería que sobre el vicepresidente pesaran acusaciones de delitos cuya pena es de prisión. Ojalá Iglesias salga penalmente indemne de esta. Pero a la vez me gustaría que Iglesias saliera políticamente inhabilitado. Y también Echenique y Asens, y todos los que han descalificado al juez porque no les gusta su posición sobre este caso hasta el punto de denominarlo 'golpe de Estado judicial'.
No soy ingenuo y sé que esa breva no caerá y que si por una grandísima casualidad cayera lo haría en un país que, aunque se llamara como este, sería muy mejorado del que tenemos, pero no conozco argumentos capaces de rebatir la idea de que nuestra democracia sería más saludable si el votante rechazara a todo aquel que se postula a representarlo habiendo descalificado a un juez. Los políticos que atacan a los jueces no mejoran nuestro sistema político; lo empeoran, y hacerlo debería significar –como debería significar mentir– el fin de su carrera, la tarjeta roja definitiva. Porque no es libertad de expresión, ni derecho a la crítica, como cuando los ejercen un ciudadano común con toda legitimidad, sino desprecio a las instituciones. Si Pablo Iglesias no entiende que su derecho a la crítica a un juez lo tiene como ciudadano pero no tanto como vicepresidente, lo que cabría exigirle es que abandone su cargo, no por las imputaciones del magistrado sino, antes que eso, por su incapacidad para sostener la representación de miembro de un Gobierno democrático, que se rige por el principio de la separación de poderes, incluido en él no perturbar el ejercicio de ninguno.
García Castellón ha desarrollado en un escrito de 62 folios una exposición razonada con sus argumentos. Quienes los hayan leído convendrán en que en él hay un relato que no parece irracional pero sobre cuya consistencia jurídica se pronunciará el Supremo, con su superior criterio. Lo que no hay en esos 62 folios es un golpe de Estado. Salvo que Iglesias se crea como Luis XIV, el rey campeón del absolutismo, que el Estado es él.
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