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El pequeño Danny pedalea incesante por los afilados pasillos del Hotel Overlook, en Colorado, cual imitador de Miguel Indurain en una contrarreloj del Tour galo, hasta que detiene atemorizado su triciclo. Levanta la mirada, no sin esfuerzo, y al fondo las gemelas Grady le reclaman: «Ven a jugar con nosotras, ven a jugar con nosotras..., para siempre». Mientras, un flash que resume en milésimas de segundo y plagado de sangre el espantoso asesinato de unas niñas que, ya de paso, no eran la alegría de la huerta. Es la icónica escena de 'El Resplandor', una de las primeras películas de terror que vi y que, en verdad, me sobrecogió hace ya más de tres décadas.
Cuando no estábamos delinquiendo en la calle, los imberbes de los ochenta acostumbrábamos a jugar al tenis más simple del mundo con el 'Atari' –el de los dos palitos en cada extremo de la pantalla y una pelota que fluye de lado a lado– o al Fernando Martín con el 'ZX Spectrum', ambos a años luz en cuanto a violencia respecto al San Andreas u otros videojuegos contemporáneos. Así que ese pasillo me marcó.
No sé si tanto como lo hace en este confinamiento la misma dependencia de mi casa, más estrecha y con menos posibilidades de girar y respirar que aquel vetusto y desierto hotel. Después de una hora recorriéndolo una y otra vez, uno se cuestiona si sería posible perder la cabeza al estilo Jack Torrance, el personaje que magistralmente interpreta Jack Nicholson en la cinta del genio Kubrick. Por suerte, enseguida recuerdo al 'pibe' que llegó a los 60 kilómetros en el pasillo de su encierro, más angosto aún que el mío. O a otro 'Terminator' del calzado deportivo que se calzó un ironman. Cualquier atisbo de locura se desvanece y la cordura impera de nuevo en el subconsciente. Un día menos.
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