Centro de salud 'Plaza de Argel', en Cáceres. HOY
Un país que nunca se acaba

Un pinchacito y tres churros

Sala de espera ·

Las colas de la sanidad pública están llenas de chascarrillos y confidencias

Miércoles, 19 de marzo 2025, 07:34

Como estoy rodeado de nonagenarios, me he convertido en un experto en Urgencias. Hoy es una infección, mañana una astringencia y al otro una insuficiencia, ... cualquier insuficiencia. Estas enfermedades y achaques de mis mayores me han permitido conocer el funcionamiento de la sanidad pública extremeña durante los últimos años y, poco a poco, he ido cayendo en la cuenta de que yo quiero ser tratado así y que llevo 44 años haciendo el panoli en la sanidad privada.

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A veces, me mandaban mis hermanos a una consulta de mi padre o debía acercarme a la farmacia a por una medicina para mi suegra. La médico de mi padre era todo amabilidad y atención, sin prisas, didáctica, sonriente… Y qué maravilla presentar en la farmacia una tarjeta y que te entreguen el medicamento, no mi experiencia 'privada' y engorrosa de ir a buscar recetas a algún centro médico cada vez que las necesitaba, rellenarlas con mi nombre y mi número y entregarlas en la farmacia.

Una mañana, días después de un covid, perdí el sentido haciendo gimnasia, llamaron al 112 y cuando se enteraron de que era de la privada, me avisaron de que me llevaban al hospital público, pero tendría que hacer mil papeleos. Como solo había sido una bajada de tensión, me fui a casa tranquilamente y opté por curarme yo solo antes que enfermar de 'burocracitis'. Y tomé una decisión inapelable: cambié la sanidad privada por la pública y estoy tan contento que la gente se ríe de mí porque dicen que soy la primera persona que va al médico y lo cuenta como si volviera de un resort en las Maldivas.

Hace una semana, fui por primera vez a la consulta de mi médico de cabecera… Aquí hago un inciso porque ese concepto, médico de cabecera, era para mí una entelequia. Cuando me constipaba, iba al médico que me quedaba más cerca de casa o del trabajo, cada vez uno distinto, me recetaba un jarabe y hasta la próxima, que nunca era con el mismo médico. Ahora, no, ahora tengo, por fin, un médico exclusivo que se va a familiarizar con mi tos, mi flato y mi tortícolis, que solo con ver mi cara, me recetará un bálsamo, una píldora o un papelillo. Que sabrá cuándo me quejo de vicio o cuándo sufro de veras, si necesito más una palabra que una gragea, una palmada que un tratamiento. Y estoy como un niño con zapatos nuevos. Llego a casa sonriente de la consulta, mi mujer se interesa: «¿Qué tal?». Y yo respondo cual adolescente que vuelve de la disco: «¡Muy guay!».

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Mi suegra me escucha, mi mujer y ella se miran y no hablan, pero su sonrisa displicente y superior lo dice todo: «Este hombre está cada día más tonto». No comprenden que me guste esperar 40 minutos en la consulta ni que disfrute en la cola de los análisis, pero es que, como ya he contado muchas veces, mi lugar de inspiración son los autobuses urbanos, la barra de El Rincón de Julio, la cola de la carnicería y la sala de espera del médico, que antes, en la privada, era silenciosa, discreta y aburrida y ahora, en la pública, es tan espontánea que se hacen confidencias, se gastan bromas y se comenta lo de la callejina.

Hace unos meses, iba a sacarme sangre y en la sala de espera reinaba un silencio espeso y reservado que pretendía ser elegante. Hace una semana, en mis primeros análisis públicos, la cola era la vida misma. Una señora presumía de ser experta en quirófanos: «Catorce llevo ya». Un caballero proclamaba que los días de análisis eran días de fiesta porque luego se iba a desayunar migas con torreznos y dos mujeres jóvenes discutían muy gramáticas sobre si lo correcto es decir sacar sangre o sacar la sangre. Me pincharon, ni me enteré y me comí tres churros con chocolate. No me digan que no es guay.

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